Una de las razones que empujan a la ciudadanía a confiar ciegamente hoy en esos voceros y titiriteros de la palabra es la pérdida de credibilidad que han sufrido los medios de comunicación en las últimas décadas.
Artículo publicado en ethic.es (21/11/2024)
Cuando en plena campaña electoral, el pasado mes de septiembre, Donald Trump arengaba a sus hinchas acusando a los haitianos de comerse a los perros y gatos en Springfield (Ohio), muchas personas se creyeron a pies juntillas lo que escuchaban en su debate con Harris. O peor, aunque no se lo creyeran, les pareció gracioso y acabaron compartiéndolo hasta que el bulo llegó a todos los rincones. La construcción de esa realidad paralela, a veces hilarante y divertida, distorsiona una verdad no siempre agradable y fácil de gestionar.
En los comicios de Estados Unidos, el vencedor ya no ha necesitado de las grandes cabeceras de la prensa, ni siquiera de su televisión particular, la Fox, fiel compañera del líder de MAGA en la última década. Sus votantes, sus acérrimos seguidores, los que le jalean aquí y allá, siguen sus andanzas y escuchan sus truculentas historias en X, en Instagram y en su propia red Truth Social. Sus acólitos comparten la última algarada del líder a través de su Whatsapp, con el círculo de amigos más cercano y familiar. Esta es la verdadera red de prescriptores con la que cuenta Trump y a la que él mismo agradeció la noche electoral cuando proclamó su victoria.
En momentos de zozobra, miedo e incertidumbre, esta «verdad» alternativa, que es como empiezan a llamar algunos a este tipo de narración de los hechos tan particular, penetra en la sociedad como un cuchillo en una sandía. En el momento de mayor desasosiego y desprotección de una ciudadanía acuciada por la DANA y el barro en Valencia, las mentiras y los bulos se esparcieron como el aceite y engordaron el caos ya existente.
Hace cuarenta años, Jesús Martín-Barbero (De los medios a las mediaciones, 1987) apuntaba que los medios de comunicación actúan como constructores de la realidad porque, además de transmitir información, dibujan un escenario, un contexto, a través de sus mediaciones. Los medios de comunicación han sido uno de los grandes agentes de cambio de nuestra cultura. Posteriormente, Ignacio Ramonet (La tiranía de la comunicación, 1998) criticaba con vehemencia el poder de estos medios de comunicación porque afirmaba que estaban controlados por grandes emporios económico-políticos que les permitían gobernar el mundo. Veinticinco años después anhelamos un poder mayor de dichos medios, porque percibimos que sin ellos reina una cierta anarquía informativa que solo favorece a conspiranoicos, mentirosos y amantes del caos.
Estamos atravesando un desierto de «fuentes de agua potable», para entendernos, de información veraz y contrastada. Como diría el periodista Iñaki Gabilondo, estamos inundados de agua, pero muy poca es apta para beber. La «información» sale a borbotones por todas las alcantarillas, pero son eso, alcantarillas de aguas sucias y turbulentas. En medio de este diluvio, gran parte de la ciudadanía solo se nutre de estas alcantarillas, se intoxica y contagia la epidemia de la desinformación. El resultado, es un paisaje desolador de aguas revueltas, datos imprecisos e interpretaciones que propagan una visión embarrada y turbia de la realidad.
En la crisis de la DANA, la población ha depositado en youtubers, influencers y predicadores de la conspiración su confianza para informarse de lo que pasaba en sus mismas calles. Pero no era nuevo, lo venían haciendo –lo viene haciendo mucha gente en muchos lugares del planeta– desde hace mucho tiempo. Es más fiable lo que me cuenta el primer rostro «amigo» que llega a mi móvil que el comunicado institucional que emite Aemet, o la consejería de un gobierno autonómico. El primero va aderezado con anécdotas, testimonios de personas –no sabemos si reales–, fotos y vídeos impactantes, y exabruptos contra algún político. Es más atractivo, «me pone más», va más acorde con el sentimiento de excitación y cabreo que siento en ese momento. Ese ciclo de mirar al móvil y alimentarme cotidianamente con basura sobre lo que pasa es un ejercicio muy extendido. Lo que sucede es que cuando se produce en medio de una crisis de gran magnitud adquiere más relevancia.
Asistimos a una quiebra sobre el sentido que tienen hoy las fuentes originales –o primarias– para la ciudadanía. Quizás, porque estas (instituciones, gobiernos, grandes corporaciones, partidos políticos, incluso sindicatos y ONG) han perdido su legitimidad ante una ciudadanía que antes las tenía como referentes. Y a su vez, los medios de comunicación de siempre (las grandes marcas periodísticas en cada país) se han visto arrastradas por esa crisis de confianza. Y se afirma que todo es lo mismo: «unos están al servicio de los otros», «están vendidos al poder», «da igual lo que escuches o veas», «nos están manipulando»…
Y en esta coyuntura, ¿qué papel juegan los medios de comunicación y el periodismo? ¿Ya no hacen falta? ¿Han dejado de ser piezas claves en la socialización de conflictos y problemas reales? ¿No pueden ya asumir su rol de canalizadores de opiniones y corrientes diversas? ¿Han perdido para la ciudadanía su esencia como referentes o mediadores con la realidad?
Los medios de comunicación y el periodismo en general afrontan uno de los desafíos más importantes desde que existen: recuperar su rol de intermediarios legitimados por la sociedad para contarnos lo que pasa con rigor y fidelidad a la verdad. Una de las razones que empujan a la ciudadanía a confiar ciegamente hoy en esos voceros y titiriteros de la palabra es la pérdida de credibilidad que han sufrido los medios de comunicación en las últimas décadas. Unos medios que, seguramente para garantizar su supervivencia y viabilidad, se han plegado demasiado fácilmente a los intereses del poder económico y político y han sucumbido a los gabinetes de prensa de empresas e instituciones para componer el orden de la agenda temática diaria.
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