Artículo publicado en Deia (22/12/2024)
La Navidad es la celebración de la esperanza por lo que cada año renace. La danza anual entre la tierra y el sol llega este fin de semana a su posición más ladeada en nuestro hemisferio y, por lo tanto, en nuestra tradición. Es también el momento de reposicionarnos y volver a nacer y a crecer. Es una oportunidad para reconstruirnos, de hacerlo mejor esta vez, de ser y de darnos más y mejor. El grito de que algo nuevo nos llega si queremos verlo, si queremos construirlo, lo hemos leído por centurias cantado en palabras de Isaías y lo releemos en cada época en distintos modos, como ahora en el bello El espíritu de la esperanza de Byung-Chul Han.
Esta semana veíamos en clase que no es justo decir que Mandela, Leymah Gbowee o Wangari Maathai, cuyas autobiografías hemos estudiado, recibieran una oportunidad de paz o reconciliación y la aprovecharon. Lo justo es decir que ellos quisieron y crearon esas oportunidades. Con la esperanza pasa lo mismo, creo.
El año pasado por estas fechas recordé en esta columna que habían pasado 800 años desde que a San Francisco de Asís se le ocurriera, cerca de Greccio, reproducir con sus austeros recursos un belén en miniatura para celebrar la Navidad. Desde entonces en muchas de nuestras casas y espacios públicos lo replicamos.
Siete siglos después, en 1923, Aita Donostia compuso para conmemorarlo la obra coral Le Noël de Greccio. La obra combina los ritmos y las sonoridades del villancico popular vasco, con las lógicas de oratorio clásico, y con los efectos musicales del vanguardismo de las primeras décadas del XX, con una fluidez casi inocente y con una naturalidad solo aparentemente sencilla.
Cien años después, en el Buen Pastor donostiarra, el año pasado y éste de nuevo, se ha interpretado esta obra. Músicos y bailarines profesionales de trayectoria internacional reconocida se han juntado con alumnos y jóvenes sin experiencia en un conjunto armónico en que se elevaban unos a otros con calidad y entusiasmo. El público participaba desde un silencio atento en una experiencia cultural, histórica, musical y coreográfica.
Me sirve como metáfora. Lo que desde la esperanza queramos construir lo será desde la suma de quienes saben más y pueden elevarnos, y de quienes sabemos menos y queremos aprender. Respetándonos, escuchándonos y aprendiendo juntos. Lo que desde la esperanza queramos construir será desde distintas disciplinas que se armonizan. Lo que desde la esperanza queramos construir será nuevo y empleando las mejores tecnologías, pero deberá estar firmemente asentado en lo mejor de lo que tenemos y queremos respetar y cuidar.
Así ha hecho Ander de la Fuente, el multipremiado compositor vasco-americano, desde Syracuse. Acaba de presentar su versión orquestada del clásico Hator, Hator, de los Plateros de Durango, de cuya familia desciende. Una versión fina y delicada que de momento escuchamos en una orquesta virtual pero que quizá las Navidades próximas podamos escuchar interpretada por alguna de nuestras orquestas.
Terminé mi artículo el año pasado deseando que “el adviento próximo pueda programarse en cada capital vasca” la obra de Aita Donostia. Repito el deseo, pero ahora sumando la relectura de Ander de la Fuente como inmejorable complemento.
No deberíamos limitarnos a replicar lo que otros hacen. Deberíamos competir por tener más luces, sí, pero no más luces led, sino más de esas luces que dan la cultura, la identidad, el significado, el arte, la búsqueda, la oportunidad renacida, el conocimiento y la esperanza. Son esas luces, y no las luces led, las que los descerebrados energúmenos de Magdeburgo más temen, porque iluminan por dentro, donde ellos querrían un vacío que rellenar con sus infernales delirios. Son esas luces las que tenemos que reivindicar y potenciar cada Navidad, frente a los adoradores de las oscuridades más frías, sean del fanatismo dogmático y cruel o del más trivial pero también tonto, facilón y vacío consumismo. Mientras nos quede vida. Mientras nos quede esperanza renacida.
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