Artículo publicado en El Español (16/07/2025)

“La innovación depende no solo de cuánto aprenden los equipos, sino de cuándo lo aprenden… y en qué orden”. Así comienza el artículo New Research on the Link Between Learning and Innovation, publicado en Harvard Business Review en julio de 2025. En él, Jean-François Harvey, Johnathan Cromwell, Kevin J. Johnson y Amy C. Edmondson explican que muchas organizaciones fracasan no por falta de creatividad, sino por una mala secuencia de aprendizajes. Confunden momentos de reflexión con etapas de exploración, mezclan planificación con experimentación y caen en el caos. Innovar, concluyen, es una cuestión de ritmo interno: de orquestar con precisión cuándo se observa, se actúa, se evalúa y se ajusta. Como una sinfonía, donde los silencios también importan.
Esa armonía no es espontánea: debe cultivarse. El estudio, basado en más de 160 equipos globales, demuestra que los mejores resultados no dependen del volumen de ideas, sino de la estructura cíclica del aprendizaje: momentos claros para observar el entorno, consultar a expertos, experimentar y, sobre todo, reflexionar como equipo antes de saltar al siguiente paso. Esta inteligencia secuencial transforma la innovación de una espiral errática en un proceso sostenible.
Pero aquí aparece el gran desafío: en tiempos de disrupción permanente, ¿cómo sostener esa armonía? ¿Cómo innovar sin caer en el agotamiento o en la euforia tecnológica? ¿Y cómo hacerlo sin delegar ciegamente en la inteligencia artificial, que a menudo alucina o sobreactúa?
El Boston Consulting Group, en su informe In Disruptive Times, the Resilient Win (2025), ofrece una posible respuesta. Tras analizar más de 1.800 compañías, identifica cinco hábitos clave en las organizaciones que logran innovar de forma resiliente: imaginar futuros, proteger la exploración, mejorar capacidades adaptativas, cultivar líderes ambidiestros y usar la IA como apoyo —no como piloto automático—. La mayoría de empresas no falla por falta de tecnología, sino por falta de estructura emocional y cognitiva para sostener la incertidumbre. La resiliencia, por tanto, no es solo aguante: es claridad bajo presión.
Para entender cómo llegamos hasta aquí, conviene mirar atrás. La historia del management y de la innovación organizada no es reciente: es el fruto de más de un siglo de pensamiento aplicado, ajuste cultural y ensayo estratégico. Desde finales del siglo XIX, cuando la complejidad industrial superó la capacidad artesanal de coordinación, surgió la necesidad de estructurar la acción colectiva. La empresa dejó de ser solo un taller y se convirtió en un sistema vivo que debía ser entendido, medido, liderado.
La evolución del management puede leerse como un péndulo entre eficiencia y humanidad, entre control y confianza. Comienza con la gestión científica, donde Frederick W. Taylor descompone el trabajo en unidades medibles para maximizar la productividad. Le siguen Henri Fayol, con su modelo administrativo clásico, y Henry Gantt, con sus diagramas visuales de planificación. Los esposos Frank y Lillian Gilbreth suman una capa humana, introduciendo la ergonomía y el bienestar psicológico en el estudio de movimientos.
Pero esa visión mecanicista pronto encuentra su límite. A partir de los años 20, la llamada revolución humanista transforma la forma de concebir las organizaciones. Mary Parker Follett habla de liderazgo horizontal, conflicto creativo y autoridad distribuida. Elton Mayo, con sus experimentos en la Western Electric Company, demuestra que el reconocimiento y las relaciones interpersonales afectan más a la productividad que las condiciones materiales. Chester Barnard conceptualiza la empresa como un sistema cooperativo con propósito común. Douglas McGregor, en los años 60, opone su Teoría X (control) a la Teoría Y (confianza), marcando el inicio del management participativo. Esta evolución cristaliza con Peter Drucker, quien redefine la empresa como institución social descentralizada, orientada a resultados y valores. Sus ideas siguen resonando en figuras como Tom Peters, Edgar Schein, Charles Handy o Amy Edmondson, que introducen nociones clave como cultura organizacional, liderazgo distribuido o seguridad psicológica.
A lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI, el pensamiento organizativo ha seguido ampliándose hacia campos como la psicología positiva (con Martin Seligman), el pensamiento sistémico (Peter Senge), la sociología de la acción (Michel Crozier) o la ética del propósito (Paul Polman). En conjunto, no ofrecieron recetas cerradas, sino formas de pensar: marcos conceptuales que siguen modelando cómo liderar el cambio, gestionar la incertidumbre y transformar colectivamente el futuro.
La innovación, por su parte, también ha recorrido un largo camino. Aunque presente en toda actividad humana, no fue hasta el siglo XX que se sistematizó como disciplina organizativa. Su primer gran teórico fue Joseph Schumpeter, quien en los años 30 define la “destrucción creativa” como el ciclo vital del capitalismo: cada nueva invención destruye el orden anterior, creando espacio para otro. Este principio inspiró entornos como Bell Labs, Xerox PARC, IBM Research y MIT Media Lab, donde ciencia, arte y empresa convergieron para producir el transistor, la interfaz gráfica o el e-mail. La innovación se volvió institucional, con estructuras dedicadas a experimentar, errar y acertar.
En los años 90, Clayton Christensen formuló la idea de disrupción: pequeñas empresas con soluciones más simples pueden derrotar a gigantes consolidados. A la vez, Henry Chesbrough promovió la innovación abierta, impulsando la colaboración externa como catalizador del cambio. Poco después, el lean startup de Eric Ries y Steve Blank transformó la lógica de creación: experimentar primero, escalar después. A esto se sumaron metodologías como design thinking (IDEO, Tim Brown), la discovery-driven planning (Rita McGrath) y el Medici Effect (Frans Johansson), que reivindica la intersección de saberes como fuente de ideas radicales. En paralelo, innovadores como Esther Dyson, Stewart Brand, Salim Ismail, Naval Ravikant o Linda Hill han explorado formas híbridas de liderazgo adaptativo, plataformas abiertas o innovación exponencial.
Hoy, sin embargo, el reto ha cambiado. Con la IA generativa, no falta creatividad: sobra. Los modelos actuales producen imágenes, textos, códigos y sonidos en segundos. Pero esa abundancia plantea una paradoja: ¿cómo discernir qué tiene valor? ¿Qué es insight real y qué es una ilusión estadística? Estudios recientes, incluidos los de Harvard y BCG, alertan: los líderes que delegan su juicio en la IA tienden a perder claridad estratégica, confunden correlación con causalidad y amplifican sesgos heredados. La IA es útil, pero no sabia. Produce, pero no comprende. Su poder exige una contraparte humana: capacidad crítica, contexto ético y dirección consciente.
Además del riesgo cognitivo, persiste el riesgo emocional: caer en burbujas de expectativas. Desde el Hype Cycle de Gartner, sabemos que muchas tecnologías siguen un patrón: euforia inicial, desilusión posterior, y solo algunas llegan a la fase de productividad. NFTs, metaverso, blockchain, web3… todos han vivido este ciclo. En 2025, los AI agents autónomos podrían estar entrando en una nueva burbuja: startups sobrevaloradas, promesas grandilocuentes, inversión acelerada. 481 millones de euros recaudados solo en Europa en el primer trimestre, sin modelo probado. La historia se repite.
Pero esta vez hay una diferencia. La IA generativa se ha democratizado como nunca. Está en las aulas, en los estudios, en los hogares. Esa capilaridad podría romper el patrón anterior: no porque no haya hype, sino porque la utilidad real se despliega en paralelo al entusiasmo. Es una curva mixta: parte internet, parte burbuja puntocom. Aun así, el dilema persiste: ¿cuándo subirse a la ola?
Innovar en tiempos inciertos no es solo atreverse, es también recordar. Recordar qué hemos aprendido de un siglo de pensamiento organizativo. Recordar que las burbujas pasan, pero las estructuras quedan. Que las ideas sobran, pero los ecosistemas faltan. Que la tecnología emociona, pero sin dirección solo produce ruido. Y quizás —sólo quizás—, en un mundo donde todo puede ser automatizado, el mayor acto de liderazgo será decidir cuándo avanzar… y cuándo esperar.
*** Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.
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