El actor utilizó su dolor y lo transformó en arte, en denuncia y en silencio.
Artículo publicado en Expansión (21/05/2025)

El comienzo de la autobiografía de Charles Chaplin podría confundirse con una novela de Charles Dickens o con una de esas películas suyas en las que la tristeza se disfraza y los ojos –siempre los ojos– cuentan verdades que atraviesan la pantalla. Pero hay una diferencia esencial: la historia de Chaplin no es ficción. Es carne, es hueso, es hambre. Fue real, tan real como su angustia, su pobreza. Y la mirada de un niño que, a pesar de todo, no dejó de imaginar. “Apenas era consciente de la crisis porque vivíamos en una crisis constante, y yo, al ser un niño, me olvidaba fácilmente de nuestras preocupaciones”, confesó. Y es ahí donde empieza la valentía: en esa infancia que no entiende de treguas ni de promesas, pero sí de constancia, de trabajo y de intuición. De esa intuición que hace llamar a la puerta del destino en busca de una vida diferente. Y desde luego no es casual que su personaje Charlot, un vagabundo reconocido mundialmente, esté lleno de verdad, de esa verdad que transmite quien sabe lo que ha vivido.
“Nací el 16 de abril de 1889, a las ocho de la noche, en East Lane, Walworth”. Así arranca Chaplin su relato. Sin adornos. Sin artificios. Y a partir de ahí se sumerge en una travesía de lucha, de dolor, de amor, de constancia, de angustia, de verdad, de supervivencia. Su infancia estuvo marcada por un padre alcohólico y por el amor y la angustia de su madre Hannah, actriz de music hall a quien las deudas y la pena le hicieron perder su salud: la de su cuerpo y la de su mente. La infancia de Chaplin y la de su hermano transcurrió entre orfanatos, hospicios y la calle. Chaplin se buscaba la vida como podía, esa expresión tan sencilla y tan cargada de simbolismo, que bien refleja cómo la falta de recursos despierta la imaginación, sacude la iniciativa y agudiza el ingenio. Un ingenio que le llevó a provocar su propia suerte y a creer a pies juntillas esa frase suya que después se convirtió en cita: los obstáculos no son más que oportunidades disfrazadas.
Siendo un niño se unió a un grupo de actores aficionados que hacían giras por pueblos y de ahí pasó a formar parte de compañías ambulantes profesionales, para finalmente probar suerte y seguir buscándose la vida, su vida, en Estados Unidos. Y de la mano de Charlot participó en docenas de películas en las que, de manera sutil a veces, inteligente siempre y en ocasiones descarnada, hacía crítica social, de la desigualdad, de las diferencias, de la injusticia.
Y con la valentía de quien hablaba sin voz, decide alzarla y abandonar el bombín en El Gran Dictador. Tres minutos y cuarenta y dos segundos de discurso final en la película siguen erizando la piel. Hagan la prueba: búsquenlo, escúchenlo y déjense sorprender. Porque, a partir de ahí, la controversia se hizo protagonista en la vida de Chaplin y su popularidad cayó como a veces ocurre con quienes se atreven a romper el silencio. Se ha señalado con frecuencia –y con razón– que las composiciones cinematográficas de Chaplin constituyen un paisaje en blanco y negro entre la tragedia y la comedia. Él definía lo que llamaba los cimientos de sus películas como una “combinación de lo trágico y lo cómico”.
La curiosidad
Natalia Radetich, investigadora especializada en la figura y obra de Charles Chaplin, afirma cómo la curiosidad por los demás juega el gran papel en su vida. Esa curiosidad le llevó a la observación minuciosa y detallada de todo lo que pasaba a su alrededor. Chaplin se inspiró, con penetrante sentido etnográfico y antropológico, en la vida cotidiana londinense para la creación de su personaje Charlot. Agudo e incansable observador de la vida, del día a día, el espíritu de Chaplin y su personaje –según relata él mismo en su extraordinaria autobiografía– nacieron de la observación paciente de las “cosas triviales”. Y en esa observación es donde se encuentra el arte, y la magia. En esa mezcla de valentía, de pasión, de perfeccionismo, de riesgo y constancia, de seguir mirando la vida directamente a los ojos.
Cierra su biografía así: “Con esto voy a terminar esta odisea mía: me doy cuenta de que el tiempo y las circunstancias me han favorecido. He sido mimado por el afecto del mundo, amado y odiado. Sí, el mundo me ha dado lo mejor de él y poco de lo peor. Cualesquiera que hayan sido mis vicisitudes adversas, creo que la fortuna y la mala fortuna se amontonan sobre uno como las nubes. Al ser consciente de esto nunca me han impresionado demasiado las cosas malas y me han sorprendido gratamente las buenas. No tengo plan de vida ni ninguna filosofía, ya que, sabios o locos, todos tenemos que luchar con la vida”.
Chaplin utilizó su dolor y lo transformó en arte, en denuncia y en silencio, ese silencio que convirtió en lenguaje universal. Hoy, en un mundo marcado por la incertidumbre, la velocidad, el algoritmo y el agotamiento emocional, la historia de Chaplin parece escrita para nosotros, para nuestro hoy. Porque seguimos buscando belleza en medio de la perplejidad de las guerras, de las imágenes que evitamos ver, del caos; compartimos lo bello de un atardecer, un paisaje de invierno, el mar que no cesa; seguimos necesitando esa mezcla de ingenio, ternura, pasión y coraje para enfrentar nuestro propio contexto, nuestras propias crisis, nuestro propio día.
Y, como él, continuamos aprendiendo que no siempre podemos controlar el guión, pero sí podemos ser actores y actrices de la manera en que lo interpretamos, y elegir si vivimos nuestra propia odisea en color o en blanco y negro.
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