Artículo publicado en El Español (30/07/2025)

Imaginemos el siguiente escenario. Alguien —da igual si es programador, abogada, diseñador, médica, periodista, docente o emprendedora— empieza su carrera con ilusión, dedicación y años de estudio. Aprende las reglas del juego, perfecciona su oficio, cultiva una mirada propia. Pero en cuestión de meses, muchas de las tareas que consideraba suyas empiezan a realizarlas inteligencias artificiales como ChatGPT, Claude o Gemini. Escriben, diagnostican, diseñan, traducen, razonan. Y en un instante, surge la pregunta: ¿he llegado demasiado tarde?
Lo inquietante no es el caso aislado. Es el discurso que lo rodea. “Ya no hace falta saber programar”, afirmó recientemente Jensen Huang, CEO de NVIDIA. “Hablarle a la IA es la nueva forma de codificar”. Sundar Pichai (Google) y Satya Nadella (Microsoft) admiten que entre un 25 % y un 30 % del código en sus compañías ya es generado por IA. Sam Altman, CEO de OpenAI, ha ido más allá: anticipa que algunas profesiones podrían desaparecer “por completo” antes de 2030. Jim Farley, desde la industria automovilística, vaticina que hasta el 50 % de los trabajos de oficina podrían ser absorbidos por sistemas inteligentes.
Pero ¿realmente estamos ante una extinción inminente del trabajo humano? ¿O es esto una narrativa —potente, interesada, provocadora— que responde más a expectativas corporativas que a evidencias tangibles? Para entender este dilema, conviene revisar no solo lo que se dice, sino también lo que ya ha pasado antes.
La idea de que las máquinas podrían dejar obsoleto al ser humano no es nueva. Desde los telares mecánicos del siglo XVIII hasta las cadenas de montaje de Ford, pasando por la introducción de ordenadores en los años 60 o los ERPs en los 90, cada oleada de innovación ha generado ansiedad sobre la destrucción masiva de empleo. Y sin embargo, lo que suele ocurrir no es una extinción, sino una transformación: se destruyen tareas, se reconfiguran profesiones, y emergen nuevos oficios que nadie había imaginado.
Lo interesante —y perturbador— de la inteligencia artificial actual es que por primera vez no estamos hablando solo de automatizar fuerza física o procesos mecánicos, sino de replicar habilidades cognitivas: razonar, escribir, crear, programar. La IA no es una simple herramienta. Opera como un agente. Propone soluciones, dialoga y —aunque no comprenda— actúa como si entendiera.
De ahí que el debate actual ya no sea técnico, sino filosófico y político. ¿Qué tipo de inteligencia consideramos irremplazable? ¿Qué valor le damos a la intervención humana cuando una máquina puede producir resultados comparables, más rápido y sin descanso? Y sobre todo, ¿dónde quedan nuestros rasgos más propiamente humanos: la imaginación, la intuición, la empatía, la capacidad de interpretar el contexto y responder con sentido, con criterio, ¿con matices? Porque una IA puede sugerir diez titulares, pero no sabe cuál duele, cuál inspira, cuál redime.
Este debate se articula hoy en dos grandes posiciones. Por un lado, la visión optimista-sustitucionista: la IA reemplazará a gran parte de los trabajadores actuales, desde analistas financieros hasta traductores, desde programadores hasta diseñadores. No porque lo queramos así, sino porque será más eficiente. Esta visión la promueven figuras como Huang, Pichai o Altman, pero también futuristas como Ray Kurzweil, que pronostica la “singularidad” —una inteligencia superior a la humana— para 2045.
Por otro lado, emerge una visión más cauta, incluso precaucionaria. Bill Gates sostiene que la programación seguirá siendo una profesión “humana al 100 %” incluso dentro de siglos. Arvind Krishna, CEO de IBM, afirma que la IA no sustituirá a los programadores, sino que los ayudará a centrarse en tareas más creativas y estratégicas. Esta corriente no niega el impacto transformador de la IA, pero rechaza la idea de una sustitución automática e inapelable.
Diversos informes aportan algo de claridad en medio del ruido. El World Economic Forum estima que la IA podría eliminar 85 millones de empleos para 2025… pero también crear 97 millones nuevos. Un análisis de McKinsey señala que solo entre el 5 % y el 10 % de los trabajos actuales podrían automatizarse por completo, mientras que un 60 % verán parte de sus tareas modificadas.
El informe AI Timelines (Max Roser, Our World in Data, 2022) recopiló predicciones de 352 expertos: el consenso situaba una inteligencia artificial de nivel humano en torno a 2061, con amplias discrepancias. Sin embargo, informes más recientes como los de 80,000 Hours y el AI Index 2024 apuntan a una aceleración de las estimaciones: hoy muchos expertos ubican ese umbral en torno a 2040, e incluso algunos lo sitúan antes de 2030.
Al mismo tiempo, una encuesta de 2.778 investigadores muestra que el 50 % anticipa que las máquinas podrían superar a los humanos en todas las tareas hacia 2047 (encuesta AI Impacts, 2023), aunque la automatización total de ocupaciones completas podría tardar hasta bien entrado el siglo XXII. La incertidumbre es alta, pero el relato ya se ha instalado. Y ese relato tiene consecuencias: psicológicas, políticas, educativas.
Aunque la “revolución total” no ha llegado, ya se observan cambios significativos. En el ámbito legal, startups como Harvey AI permiten redactar borradores de contratos en segundos. En el mundo de la salud, herramientas como Glass AI ayudan a los médicos a generar informes clínicos más rápidos y precisos. En diseño, plataformas como Midjourney o Runway reconfiguran el rol de creativos visuales.
No se trata de un reemplazo total, sino de algo más difuso: una transferencia progresiva de tareas desde el ser humano hacia la máquina, en ciclos cada vez más cortos. Esto obliga a los profesionales a adaptarse sin pausa, a reaprender, a redefinirse. Pero también abre preguntas cruciales: ¿quién decide qué se automatiza? ¿Con qué criterios? ¿Qué pasa con quienes no pueden reconvertirse? ¿Cómo afecta esto a países con menor capacidad de transición digital? ¿Y cómo protegemos lo que no se mide en eficiencia, pero define lo humano: la intuición, la creatividad, la empatía?
Porque la cuestión no es solo tecnológica. Es profundamente política. Si los discursos sobre IA los lideran quienes la comercializan, el riesgo de sesgo es evidente. Se convierte en una profecía autocumplida: si todos repetimos que la IA sustituirá programadores, dejaremos de formar programadores.
Necesitamos una gobernanza plural y crítica. Una conversación pública que no solo se pregunte qué puede hacer la IA, sino qué queremos seguir haciendo nosotros. Y eso exige defender lo cualitativo, lo que no se codifica: la capacidad de escuchar, de imaginar alternativas, de ejercer juicio más allá del dato.
La inteligencia artificial no traerá ni el paraíso ni el fin del trabajo. Traerá algo más difícil de narrar: una transformación profunda, asimétrica y llena de tensiones. Algunos sectores florecerán. Otros declinarán. Muchos se redefinirán. La clave está en cómo gestionamos ese proceso: con narrativa crítica, con políticas inclusivas y con un marco ético que ponga al ser humano —no al algoritmo— en el centro.
Porque al final, no se trata solo de lo que la IA puede hacer. Se trata de lo que nosotros decidamos que haga. Y de lo que estemos dispuestos a proteger: no solo los empleos, sino también la imaginación, la intuición, el humanismo que da sentido a todo lo demás.
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