El seguimiento de la economía española cuenta con dos indicadores de nombres similares, pero de naturaleza distinta.
📍 Publicado en: El Correo (Edición Bizkaia), sección Economía
🗓️ Fecha: 1 de septiembre de 2025.

El seguimiento de la economía española cuenta, entre otros, con dos indicadores de nombres similares, pero de naturaleza distinta. El primero, el Índice de Competitividad Global (ICG) del World Economic Forum (WEF), mide la capacidad de un país para generar crecimiento sostenible y prosperidad futura a partir de más de un centenar de variables que van desde las instituciones y las infraestructuras hasta la estabilidad macroeconómica, la innovación o la calidad del mercado laboral. El informe más reciente del WEF analiza 141 economías ofreciendo una radiografía amplia del potencial competitivo de cada país. España figura en el puesto 34 de esta clasificación, muy lejos de la decimocuarta posición que nos correspondería por tamaño económico. Los tres primeros corresponden a Singapur, Estados Unidos y Hong Kong, economías caracterizadas por una elevada calidad institucional, gran capacidad innovadora y entornos regulatorios transparentes.
Más recientemente, el IMD World Competitiveness Ranking 2025 –elaborado por el World Competitiveness Center de la escuela de negocios suiza IMD– coloca a España en el puesto 39 de 69 países, combinando indicadores económicos, institucionales y empresariales con encuestas a directivos para ofrecer una visión actualizada de nuestra competitividad internacional.
El perfil español es el de una economía con fortalezas claras, pero también con debilidades persistentes. Entre las primeras destacan las infraestructuras, la salud pública y la estabilidad financiera. En cambio, las asignaturas pendientes siguen siendo la productividad laboral, las rigideces del mercado de trabajo, la limitada inversión en I+D y la complejidad administrativa, que obstaculiza la creación de empresas.
España ha avanzado en desarrollos tecnológicos y estabilidad macroeconómica desde la crisis de 2008, pero la brecha con los países líderes en competitividad apenas se ha reducido. Resulta evidente que este parámetro no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar prosperidad sostenida, y que los países que no acometen reformas estructurales acaban estancados en posiciones intermedias del ranking, por más que mejoren su estabilidad financiera o su entorno macroeconómico.
El segundo de los indicadores cuyo título es Índice de Garantía de Competitividad (IGC), creado en 2015 bajo la Ley de Desindexación, es de naturaleza regulatoria. Controla precios y salarios para mantener la competitividad frente a la eurozona, evitando que se actualicen automáticamente con el IPC. Usando la inflación subyacente de la eurozona como referencia, busca un equilibrio entre el 0% (suelo) y el 2% (techo): ni precios o salarios demasiado altos, que encarecen las exportaciones, ni demasiado bajos, que reflejan estancamiento productivo.
Desde 2024, el IGC ha caído a tasas negativas, alcanzando el -0,45% en septiembre y el -0,73% en abril de 2025. Esto abarata nuestros productos, pero muestra que nuestros salarios crecen menos que los europeos, un síntoma de la baja productividad de nuestra economía. La primera lectura favorece la competitividad precio, pero no resuelve las carencias en innovación y capital humano que nos alejan del top 20 mundial.
En los últimos años, el IGC refleja la falta de avances en la competitividad estructural. La economía española necesita empresas más eficientes, trabajadores mejor formados y mayor inversión en I+D para competir con los líderes mundiales. El IGC actúa sobre factores coyunturales, pero la distancia con los mejores obedece a carencias estructurales que exigen políticas educativas, tecnológicas y laborales ambiciosas.
La evolución negativa del IGC en los dos últimos años debería servir de advertencia. Su descenso no es solo un dato estadístico, sino la señal de que la competitividad española no avanza al ritmo necesario. Podemos perfeccionar el diseño del índice, cambiar su fórmula o sus topes, pero eso no resolverá el problema de fondo. La única estrategia duradera es elevar la productividad. Esa es la verdadera garantía de la competitividad: la que se construye con empresas más eficientes, trabajadores mejor formados y un país capaz de innovar en lugar de abaratar precios y salarios.
España debe priorizar políticas que impulsen la productividad: incentivar la inversión en I+D, simplificar trámites administrativos y mejorar la formación profesional y el ámbito de la cultura. Sin ellas, España seguirá dependiendo de precios bajos, una estrategia frágil que no garantiza prosperidad. Porque competir no es vender más barato, sino crear más valor. Y ese camino, aunque más exigente, es el único que asegura un crecimiento sólido y duradero.
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