Artículo publicado en Invertia de El Español (24/09/2025)

Abres tu bandeja de entrada y encuentras un documento impecable: bien maquetado, sin errores ortográficos, con gráficos atractivos y un resumen ejecutivo perfecto. Sin embargo, al leerlo descubres que no responde a la pregunta que planteaste, ni aporta ideas originales, ni considera el contexto específico de tu empresa. Parece útil, pero en realidad te ha hecho perder tiempo: tendrás que revisarlo, rehacer partes y hasta explicar desde cero qué necesitabas. Este fenómeno tiene un nombre: workslop. Es el nuevo subproducto de la inteligencia artificial generativa, un flujo creciente de información que suena inteligente, pero carece de sentido, y que está empezando a colapsar la productividad de miles de organizaciones.
Un reciente estudio publicado en Harvard Business Review alerta sobre la magnitud de este problema. El 40% de los trabajadores en EE. UU. afirma haber recibido en el último mes entregables creados con IA que parecían correctos, pero requerían tanto trabajo adicional que terminaron restando más valor del que aportaban. Cada uno de estos incidentes supone, de media, casi dos horas de esfuerzo extra para quien lo recibe, lo que se traduce en pérdidas anuales de nueve millones de dólares en una empresa de 10.000 empleados. Pero el daño no se limita a lo económico: el 42% de los encuestados confiesa que pierde confianza en la persona que envía el material, y el 37% llega a percibirla como menos competente. Es un impuesto invisible que erosiona la cultura, la colaboración y el sentido mismo del trabajo.
El auge del workslop es el resultado de una paradoja. Las organizaciones han adoptado la IA generativa con la promesa de ganar velocidad y eficiencia, pero en muchos casos han terminado sustituyendo reflexión por automatización. En lugar de dedicar tiempo a comprender el problema, se generan borradores instantáneos que solo aparentan progreso. Es una dinámica peligrosa: cuanto más se confía ciegamente en la tecnología, más se pierde la capacidad humana de discernir qué tiene valor y qué es mera ilusión estadística. Este exceso de producción sin propósito no solo agota a los equipos, sino que dificulta la innovación, porque entierra las ideas verdaderamente relevantes bajo montañas de contenido irrelevante.
Frente a este riesgo, la habilidad más necesaria no es aprender a usar la última herramienta de IA, sino cultivar la intuición. En un mundo saturado de información y opciones, la intuición actúa como una brújula silenciosa que nos permite detectar patrones, interpretar señales débiles y tomar decisiones cuando los datos son incompletos o contradictorios. No se trata de magia, sino de un proceso neurocognitivo que integra experiencia, emociones y conocimiento tácito. Estudios en neurociencia, como los de Antonio Damasio, demuestran que sin emoción no hay decisión, y que las corazonadas no son impulsos irracionales, sino síntesis rápidas de aprendizajes acumulados. La intuición es, en realidad, una forma avanzada de inteligencia contextual.
Ahora bien, ¿qué entendemos por intuición? No es una corazonada caprichosa ni un fenómeno sobrenatural. Oxford y Cambridge la definen como la capacidad de comprender algo sin un razonamiento consciente y deliberado, mientras que la Stanford Encyclopedia of Philosophy la describe como un estado mental en el que una proposición “parece verdadera” de forma directa, sin inferencias explícitas. La psicología cognitiva, desde Daniel Kahneman hasta Gary Klein, la amplía como un proceso no consciente que genera juicios rápidos basados en reconocimiento de patrones y experiencia acumulada. Herbert Simon lo resumió con precisión: “el juicio experto no es magia, es memoria bien organizada”. Esto significa que la intuición no se opone a la razón, sino que forma un continuo funcional con el análisis: primero anticipa y sintetiza cuando el tiempo y la información son limitados, y después se valida con datos y lógica. Igual que James Clerk Maxwell intuía las ecuaciones del electromagnetismo antes de poder demostrarlas, nuestras intuiciones son imágenes internas que preceden a la evidencia, guías silenciosas que orientan decisiones complejas en entornos inciertos.
Históricamente, las grandes innovaciones han surgido de esta capacidad. Albert Einstein afirmaba que las fórmulas venían después de las imágenes mentales que intuía en su mente. Steve Jobs confiaba en esa “sensación interna” para anticipar lo que la gente desearía antes incluso de que pudiera expresarlo. Hoy, en la era de la IA, la intuición vuelve a ser crucial, no porque rechacemos la tecnología, sino porque necesitamos darle dirección y significado. Sin intuición, la IA corre el riesgo de amplificar sesgos, generar ruido y acelerar errores. Con intuición, en cambio, puede convertirse en una aliada para explorar lo desconocido y crear valor auténtico.
El desafío para líderes y responsables de RRHH es doble. Por un lado, deben evitar el mandato indiscriminado de “usar IA para todo”, que solo multiplica el workslop. Por otro, tienen que diseñar culturas organizativas donde la tecnología y la intuición coexistan. El World Economic Forum ya señala en su informe de 2025 que las competencias más demandadas en la próxima década serán el pensamiento crítico, la creatividad y la inteligencia emocional, todas ellas vinculadas a la intuición. Paradójicamente, cuanto más se automatizan las tareas rutinarias, más valiosas se vuelven estas habilidades humanas difíciles de codificar.
No se trata de nostalgia por un pasado analógico. La IA es una herramienta poderosa que puede liberar tiempo y expandir las capacidades humanas, pero solo si se utiliza con discernimiento. La verdadera ventaja competitiva no residirá en quién tenga el algoritmo más rápido, sino en quién sepa hacer las preguntas correctas, interpretar respuestas ambiguas y decidir con visión ética y estratégica. En un entorno donde las máquinas producen sin descanso, la intuición se convierte en el filtro que separa lo esencial de lo superfluo.
Quizá dentro de unos años, cuando miremos atrás, descubramos que la gran revolución de la era de la IA no fue la automatización masiva, sino el redescubrimiento de nuestras facultades internas. En medio del ruido algorítmico, la intuición emerge como el último bastión de lo humano, recordándonos que el progreso no consiste en delegar nuestras decisiones a las máquinas, sino en aprender a escucharnos a nosotros mismos para guiar la tecnología hacia un futuro que merezca ser vivido.
*** Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.
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