Experiencias positivas, la observación de otras personas, la imaginación y la persuasión verbal impulsan la autoeficacia.
Artículo publicado en El Correo (27/09/2025)

Resultan familiares estas expresiones: «Me falta fuerza de voluntad para dejar de fumar», «Mi hijo es muy capaz, pero tiene poca voluntad». La fuerza de voluntad o, simplemente, la voluntad, una función a la que se acude con frecuencia para explicar comportamientos tan diferentes como el seguir una dieta, utilizar una aplicación del móvil, dejar de fumar o el aprendizaje académico. En positivo, aunque no equivalente: «Creer es poder», «Pueden porque creen que pueden». Una frase esta última que procede del canto V de la Eneida (possunt quia posse videntur), del poeta romano Virgilio, en el contexto de una competición de regatas.
Frases o eslóganes populares que la Psicología estudia como las creencias o expectativas de autoeficacia. Fue Albert Bandura, profesor de la Universidad de Stanford, quien propuso la teoría de la autoeficacia, fecunda en investigaciones y aplicaciones. En resumen: las creencias que la persona tiene sobre su capacidad y habilidad para conseguir un determinado objetivo influyen de forma determinante en su consecución. Una clave fundamental para la motivación. No es un rasgo más de la personalidad, difícilmente modificable o inmodificable, sino un conjunto de creencias modificables. ¿Cómo?
La primera y obvia sugerencia es la realización de la tarea, lo que exige concretar el objetivo y un método a seguir. Además, reconocer las experiencias positivas del pasado: «Pude porque me esforcé, luego podré de nuevo». «¿Qué es lo que más me ayudó en el pasado?», «¿Qué debo modificar?». Además, cuando algo sale mal, no acudir a la fácil explicación de que «No valgo para esto». Y, sin darle muchas más vueltas, a la acción. Como la pequeña locomotora azul del bello e instructivo cuento La pequeña locomotora que sí pudo, de Watty Piper, que pronto supera su duda inicial y es capaz de remolcar por la empinada pendiente al convoy cuya máquina se estropeó. Su pitido repite con alegría: «¡Creo que puedo, creo que puedo!».
También aprendemos por observación deliberada de las conductas de otras personas y de las consecuencias de dichas conductas. Es aprendizaje social. No faltan modelos adecuados para imitar, en la vida real o en la ficción. Bien seleccionado el modelo, prestar atención a su manera de proceder y de superar las dificultades.
La imaginación puede ser nuestra aliada, como pudo ser nuestra enemiga. Es una forma segura de ensayar. Imaginarnos a nosotros mismos o a otra persona caminando hacia el objetivo propuesto. La imaginación ofrece un entorno en el que los errores no son fatales, sino ocasiones para modificar lo que no procede y volver a intentarlo.
Finalmente, la persuasión verbal, es decir, la escucha de una persona cercana, de un psicólogo o de un consejero. Pero también de ese consejero interior que todos llevamos dentro, de esa voz que susurra lo que conviene hacer. Sin olvidar la importancia del estado fisiológico (fatiga) y del estado afectivo (emociones y estado de ánimo). La calma, la serenidad y el espíritu abierto son la tierra fecunda para que crezcan con vigor estas creencias de autoeficacia.
Al comienzo del curso académico parece oportuno recordar que la fuerza de voluntad y el esfuerzo mantenido son ingredientes esenciales del aprendizaje. Santiago Ramón y Cajal, en su obra Los tónicos de la voluntad, afirma: «El trabajo sustituye al talento, o mejor dicho, crea el talento».
Pero las aplicaciones de la autoeficacia van más allá del aprendizaje académico. Ayudan también a fomentar hábitos deseables (dieta, dejar de fumar, calidad del sueño…), así como a manejar la ansiedad o la ira, incluso para fomentar la gratitud, la compasión o la esperanza.
Las creencias de autoeficacia pueden disolver o neutralizar el edadismo –estereotipos o generalizaciones no fundadas sobre la vejez–, que no solamente conduce a la discriminación, sino a que la misma persona mayor internalice esas generalizaciones: «Los móviles no son para mi edad», «Es normal que me falle la memoria».
La gran importancia, pues, de creer que puedo, incluso con una ligera –muy ligera– sobreestimación de la propia capacidad.
No se trata solo de una cuestión individual. Las personas no se disuelven en el grupo, pero tampoco son islas. Los grupos, las organizaciones y la sociedad en general comparten creencias sobre sus posibilidades futuras. La situación actual no justifica un ingenuo optimismo, pero tampoco la desesperación. Algo se puede hacer. Ante todo, no contagiar ni dejarse contagiar por el pesimismo paralizante. Pero, sobre todo, tratar de sustituir el «no puedo» por el «podré».
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