Artículo publicado en Invertia de El Español (22/10/2025)

Imaginemos a un directivo frente a su escritorio. No revisa informes ni responde correos: conversa con su asistente de inteligencia artificial. El sistema le sugiere cómo redactar un mensaje de reconocimiento, cómo mejorar el clima del equipo, incluso qué palabras evitar para sonar más empático. Todo parece eficaz, limpio, preciso. Pero al terminar, siente una pequeña incomodidad: la sensación de haber delegado algo más que una tarea. Quizá haya delegado una parte de su humanidad.
Esa escena, cada vez más común, revela una pregunta esencial: ¿qué significa liderar cuando los algoritmos ya piensan, escriben y predicen mejor que nosotros? La tecnología promete precisión, pero también instala una duda profunda: ¿seremos capaces de seguir inspirando cuando la máquina aprenda a simular empatía? ¿Podrá un líder seguir siendo guía si su brújula emocional depende de un copiloto digital?
Durante años se nos repitió que el liderazgo auténtico consistía en ser uno mismo, en mostrarse sin máscaras. Pero, como advierte Tomas Chamorro-Premuzic en Harvard Business Review (2025), esa máxima puede volverse en contra. En su estudio When Authentic Leadership Backfires, explica que sentirse auténtico no siempre equivale a ser percibido como competente. Los líderes más eficaces no son los que exhiben su “yo” sin filtros, sino los que saben modularlo, equilibrando honestidad y propósito. La ironía es clara: cuanto más dominas tu espontaneidad, más auténtico pareces.
Esa paradoja retrata bien el tiempo que vivimos. La cultura digital premia la exposición, la inmediatez y la transparencia total. Pero el liderazgo no se trata de contarlo todo, sino de saber qué contar y para qué. En un mundo de algoritmos que lo registran todo, la virtud más escasa es el discernimiento. Liderar no es una cuestión de visibilidad, sino de presencia lúcida: elegir el gesto, la palabra o el silencio que eleva a los demás, no el que alimenta la vanidad propia.
Tras esa etapa de autenticidad ingenua emerge un nuevo paradigma: el liderazgo aumentado, donde la inteligencia artificial no sustituye al líder, sino que lo desnuda. Un reciente artículo de Rasmus Hougaard, Jacqueline Carter y Marissa Afton en Harvard Business Review (2025) describe cómo IBM ha convertido la adopción de IA en una oportunidad para fortalecer las habilidades más humanas de sus directivos. En lugar de usar los algoritmos solo para ganar eficiencia, los orientan a liberar tiempo: menos burocracia, más conversaciones significativas. “Cada minuto que ahorro en procesos”, decía uno de sus líderes, “es un minuto que puedo dedicar a mi equipo.” Esa frase resume una transformación silenciosa: la tecnología deja de ser un fin y se convierte en un medio para recuperar lo esencial: el encuentro humano.
IBM ha diseñado incluso programas donde la IA actúa como espejo del liderazgo. Los directivos practican conversaciones difíciles, revisan sesgos, aprenden a escuchar de otro modo. No se trata de delegar la empatía en una máquina, sino de dejar que la máquina nos confronte con nuestra falta de empatía. En la era de los copilotos cognitivos, la inteligencia más valiosa sigue siendo la emocional.
Quizá por eso las organizaciones que perduran no son las que más automatizan, sino las que más humanizan. Las métricas de productividad pueden subir, pero sin confianza ni propósito los equipos se vacían. Gallup (2024) lo demuestra: la implicación laboral global ha caído a su nivel más bajo en una década. El problema no es la tecnología, sino el sentido que le damos. Y el sentido solo puede proporcionarlo un ser humano.
En un tiempo en que las empresas miden cada variable, la pregunta ya no es cuánto hacemos, sino para qué lo hacemos. El liderazgo del futuro será menos sobre controlar y más sobre conectar; menos sobre dirigir personas y más sobre inspirarlas. Y, paradójicamente, la IA puede ayudarnos en ese camino, siempre que recordemos que su propósito no es sustituirnos, sino amplificar nuestra capacidad de comprender.
La Universidad de Deusto lleva años recordando que ese equilibrio es posible. Desde su escuela de negocios, Deusto Business School, promovemos un modelo que llamamos liderazgo humanista: un estilo que parte del autoconocimiento, se apoya en la colaboración con los grupos de interés y coloca en el centro la dignidad de las personas. Su directora general, Almudena Eizaguirre, lo define así: “El liderazgo humanista es aquel que, desde el autoconocimiento y la colaboración con los grupos de interés, pone en el centro la dignidad de las personas para generar valor económico y social.” No se trata de oponer lo humano a la tecnología, sino de crear un diálogo fecundo entre ambos. Como ella misma ha dicho, “el verdadero reto no está en la inteligencia artificial, sino en el diálogo con ella y con otras personas.”
En 2024, durante una jornada organizada por Deusto en Madrid, Marta Aguilar, directora corporativa de desarrollo in-company, lo resumía con una metáfora sencilla y luminosa: “Nuestra sociedad necesita líderes que dirijan con cabeza y corazón.” Esa doble mirada —la del análisis y la de la empatía— se ha convertido en una seña de identidad de la escuela. En su modelo, el líder eficaz no es el más rápido ni el más visible, sino el que mantiene la perspectiva sin perder la sensibilidad, la estrategia sin olvidar el alma.
Esa visión encaja con lo que emerge en las organizaciones que integran IA: cuantos más datos disponemos, más imprescindibles se vuelven la escucha, la intuición y la ética. La tecnología puede anticipar comportamientos, pero solo el liderazgo humanista puede darles sentido. Los algoritmos optimizan, pero no comprenden. La IA puede multiplicar el tiempo, pero solo nosotros decidimos cómo usarlo.
El filósofo Daniel Innerarity ha escrito que gobernar hoy es “gestionar la complejidad sin destruir el sentido”. Liderar en la era algorítmica podría definirse igual: equilibrar la eficiencia de las máquinas con la fragilidad —y la grandeza— de lo humano. La neurociencia confirma que emoción y razón son inseparables. Antonio Damasio demostró que sin emoción no hay decisión posible. Esa es la lección para quienes se enfrentan cada día a dashboards y predicciones: la IA calcula, pero no siente; procesa, pero no comprende la belleza ni el dolor que hay detrás de un número. Y esa carencia es nuestra oportunidad.
El liderazgo que viene no será heroico ni perfecto. Será más consciente. No buscará parecer brillante, sino estar presente. No querrá tener todas las respuestas, sino formular las preguntas que importan. La inteligencia artificial puede darnos velocidad, pero solo la inteligencia humana puede ofrecernos dirección. Y la dirección, en el fondo, es una cuestión de propósito.
Quizá el desafío de esta década no sea enseñar a las máquinas a pensar, sino recordar a los humanos por qué pensamos. Cuando la automatización nos libere de las tareas, tendremos que decidir en qué emplear ese tiempo liberado: si en producir más o en comprender mejor. Y ahí se jugará el liderazgo del futuro.
Porque la IA no amenaza nuestra humanidad: la pone a prueba. El verdadero progreso no consiste en crear algoritmos que nos imiten, sino en cultivar líderes que sepan mirar más allá de ellos. Líderes que usen la IA no para parecer más inteligentes, sino para actuar con más sabiduría. Líderes que entiendan que la innovación sin conciencia es solo ruido acelerado, y que la empatía, lejos de ser un lujo, es una forma avanzada de estrategia.
Cuando ese directivo del principio vuelva a encender su asistente digital, quizá comprenda que la herramienta no lo hace menos humano, sino más responsable. Y que el sentido de liderar, en la era de la inteligencia artificial, no será competir con las máquinas, sino recordar lo que significa ser humano.
Leave a Reply