Necesitamos una esfera pública sólida, que garantice y proteja los derechos individuales, que funcione.

Vivimos tiempos de percepciones encontradas. Se asocia lo privado con lo valioso o deseable mientras lo público se relaciona con la ineficiencia, la sospecha o el desdén. Aunque esta valoración no es universal ni está libre de contraargumentos, lo cierto es que el equilibrio entre el aprecio del individuo y el bien colectivo, entre el yo y el nosotros, no parece hallarse en su mejor momento. Un individualismo en auge ha erosionado, al menos en parte, el sentido de lo societario, de lo grupal y común, exaltando lo de uno mismo. “Todo el mundo va a lo suyo —proclama el necio—, menos yo, que voy a lo mío”.
La idea de “lo público” no se limita a la provisión de servicios sociales ni a las actividades de las instituciones del Estado. Se trata de una categoría moral, una forma de vida basada en la idea de que existen fines compartidos y responsabilidades mutuas. Es el espacio simbólico donde se cruzan los destinos individuales en busca de proyectos colectivos. Aristóteles, que veía al ser humano como un “animal político”, sostenía que una vida plena solo puede desarrollarse en comunidad, dentro de la polis, cumpliendo con los deberes cívicos, atendiendo al bien superior. Para una mayoría, hoy, ese largo postulado suena a arcaísmo.
No cabe negar que el individualismo tiene profundas raíces filosóficas. Nace del ideal de la autonomía personal y la autorrealización. Reivindica la libertad frente a la opresión y la singularidad frente a la uniformidad y el conformismo. En su justa medida, el individualismo ha sido motor de emancipación, creatividad y progreso. Pero llevado al extremo, puede degenerar en narcisismo, causar indiferencia y llevar al aislamiento. El código libertario, el rechazo casi total de la dimensión pública, sostenido por una minoría, es, a partes iguales, utópico y regresivo.
Incluso entre los grandes liberales ha habido una conciencia de esa tensión. El jesuita Juan de Mariana, en pleno Siglo de Oro, defendía los derechos individuales frente al poder despótico, pero desde una ética del bien común inspirada en la ley natural. Ludwig von Mises y Friedrich Hayek, padres de la Escuela Austriaca, alertaban sobre los peligros de la planificación centralizada, pero reconocían que los mercados solo florecen en sociedades con normas compartidas y confianza mutua. Incluso Milton Friedman, paladín del liberalismo, subrayaba la importancia de instituciones fuertes que protejan justamente la libertad individual y la propiedad privada, su consecuencia inexcusable. El problema no es, por lo tanto, el individualismo, sino su versión desarraigada y despreciativa.
El paso de un individualismo cívico a otro puramente utilitario ha transformado al ciudadano en consumidor y a la comunidad en escaparate. El éxito se mide por la acumulación privada. La felicidad se busca en la propiedad, no en la pertenencia. El resultado es un paisaje de vínculos rotos, instituciones debilitadas y discursos fragmentados.
Lo paradójico es que lo privado precisa invariablemente de lo común. Necesitamos infraestructuras, normas y bienes colectivos. Requerimos una esfera pública firme, sólida, que garantice y proteja los derechos individuales, que funcione, para que la propiedad privada sea posible, para que los derechos individuales se respeten. Recuperar el valor de lo público no implica negar el valor del individuo, sino reconocer que la libertad necesita de esas estructuras para preservarse.
El gran reto de nuestro tiempo es, por tanto, cultural. Se precisa una renovación moral. Hay que reconocer que lo público importa, que el bien común es algo distinto de la suma de intereses, que la ciudadanía es una tarea y no solo un estatus.
Naturalmente, no puede soslayarse el descrédito acumulado por muchas instituciones públicas, agravado por episodios de corrupción, clientelismo o ineficiencia. Bruselas ha vuelto a recordar recientemente a España la urgencia de aislar y hacer desaparecer esas lacras. Pero la desafección institucional no debe identificarse con el rechazo a lo público en su sentido más amplio, como idea de bien compartido, de responsabilidad mutua, de pertenencia. La corrupción de lo estatal no invalida la necesidad de lo común. Al contrario, refuerza la urgencia de regenerarlo.
Es necesario favorecer una narrativa del cuidado mutuo. Frente al ensimismamiento tecnológico y autista, hace falta reaprender el arte de convivir. Frente al menosprecio de lo común, debemos cultivar la responsabilidad y el orgullo de pertenecer. Lo público no es una reliquia del pasado, sino una garantía de futuro.
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