La pobreza insalvable de varios países de África y de Asia es consecuencia de que la globalización y el liberalismo nunca llegaron a llamar a sus puertas.
Artículo publicado en El Correo (03/11/2025)

La Doctrina Social de la Iglesia, inaugurada en 1891 con la encíclica Rerum Novarum de León XIII, es una de las contribuciones más notables del pensamiento católico al orden económico mundial. Su objeto es meridiano: la defensa de la dignidad humana frente a la injusticia resultante en la distribución de los bienes terrenales. Muy correcto, si no fuese porque algunas facciones ideológicas han atribuido al librecambio la autoría de tal injusticia. La tensión entre la equidad y el sistema liberal ha solido variar de voltaje según el titular de turno al frente del magisterio pontificio.
La reciente exhortación de León XIV, Dilexi te (“Te he amado”), prolonga la línea central del mensaje de Francisco I y de su encíclica Dilexit nos, recordando a los fieles la inequívoca opción preferencial de la Iglesia por los más necesitados y vulnerables. Sin embargo, la divulgación progresiva del documento vaticano ha suscitado, en determinados círculos, el temor de un nuevo giro antisistema. Convendrá, por tanto, en lo que sigue, hilar con cautela para no confundir verdades con infundios.
El cristiano en ejercicio tiene derecho y razones sobradas para compartir la preocupación papal por los marginados. Pero cosa muy distinta es otorgar con un silencio indolente el efecto perverso de los continuos señalamientos al mercado, hasta acorralarlo entre dudas, amagos y paráfrasis, presentándolo como sospechoso y aun culpable de la marginación y la pobreza. Un silencio así no representa adhesión y amor a las enseñanzas del dicasterio romano sino complicidad en la divulgación del error o la mentira.
Al margen de ser o no creyente, el economista medianamente leído sabe que el libre mercado no solo no es el verdugo de los pobres, sino que ha resultado ser su valedor más audaz y generoso.
Las estadísticas de Naciones Unidas revelan que, desde 1950 a nuestros días, la proporción de seres humanos en pobreza extrema se ha reducido del 60% a menos del 10%. La globalización, el librecambio, el comercio internacional y la innovación tecnológica han liberado a cientos de millones de personas, en especial en Asia, de la lacra de la miseria.
A ello contribuye un efecto de difusión —denostado desde posiciones dogmáticas y excluyentes— que ha permitido que el bienestar se extienda desde los países más dinámicos hacia los de menor renta en un arbitraje global de rentas reforzado en los últimos tiempos por la creciente ola migratoria.
No se trata de un mito, sino de un hecho empírico confirmado repetidamente por el World Development Report del Banco Mundial y por los estudios de David Dollar y Aart Kraay. Branko Milanovic, el gran experto en desigualdad, consigna en su “curva del elefante” cómo, en las últimas décadas, los ingresos del 20% más pobre de la población han crecido a ritmos iguales o superiores a los del promedio mundial.
La pobreza insalvable de varios países de África o de Asia no es culpa de la globalización y del liberalismo, sino justamente de todo lo contrario. Es consecuencia de que, a causa de los inexistentes pilares jurídicos y democráticos de esas naciones, la globalización y el liberalismo nunca llegaron a llamar a sus puertas.
La Iglesia, al insistir repetidamente en “una economía que mata”, corre el riesgo de ser injusta si no distingue entre las conductas criminales y el sistema que las sufre, las combate y las condena.
No cabe equiparar los narco gobiernos paralelos o los cárteles financieros o las cloacas de los paraísos fiscales, con un sistema que promueve la actividad productiva buscando la asignación óptima de los recursos. También la Iglesia lo ha querido reconocer en tiempos no tan lejanos. Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus Annus (1991, n.º 42), defiende al mercado como el “mejor aliado del progreso”.
Hoy, cuando la palabra “pobreza” se blande como una daga ideológica, la palabra evangélica recuerda a todos, liberales y antisistema, que Jesús no maldijo el capital, sino que lo ubicó en su justo lugar, en el destino que le corresponde. La doble sentencia —“Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”— sigue manifestando, como dos caras de una moneda, el vínculo y también la autonomía entre lo temporal y lo espiritual, entre la justicia social y la libertad económica.
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