Artículo publicado en Invertia de El Español (05/11/2025)

Antes de que existieran los mapas, ya existían las decisiones. Es probable que, en algún punto remoto de la prehistoria, un rayo cayera sobre un árbol y el fuego transformara la oscuridad en comprensión. Aquel fenómeno, temido y sagrado, fue comprendido poco a poco por quienes aprendieron no solo a temerlo, sino también a domesticarlo. Desde entonces, el fuego no solo calentaba: también otorgaba dirección.
Milenios después, en otro extremo de la épica, dos hombres compitieron por alcanzar el mismo punto en el fin del mundo —Roald Amundsen y Robert Falcon Scott—, mientras un tercero, Ernest Shackleton, llegaría poco después para enfrentarse a una prueba distinta: no conquistar el Polo, sino vencer al hielo mismo. Los tres encarnaron maneras opuestas de entender el liderazgo ante la adversidad.
Amundsen convirtió la humildad ante el entorno en método; Scott confió en la técnica y en la narrativa del imperio más que en la adaptación; Shackleton, cuando el hielo cerró el plan, cambió de propósito: ya no importaba el Polo, importaban sus hombres, y los trajo a todos de vuelta. Esa tríada condensa una lección que a menudo se pierde en la era del dato: la conquista no es solo llegar, es discernir sin perder el alma.
Hoy no marchamos sobre nieve, sino sobre tableros repletos de métricas, algoritmos y promesas de productividad. Y, sin embargo, muchas organizaciones siguen tropezando con la paradoja polar: planifican como Scott y acaban, como él, pagando el precio del exceso de confianza. Herminia Ibarra y Michael G. Jacobides lo han descrito con precisión: el fracaso al capturar valor con la inteligencia artificial rara vez es tecnológico; es de liderazgo y de organización.
No basta con “enchufar” una herramienta: hay que rediseñar procesos, incentivos y estructuras, decidir qué automatizar, qué aumentar y qué mantener humano, y orquestar equipos donde la IA participe como un miembro más de la deliberación colectiva. Dicho en clave polar: no hacen falta mejores crampones, sino una nueva manera de caminar, de coordinar y de conversar cuando arrecia el viento.
Pero incluso esa transformación será estéril si el líder no recupera una habilidad olvidada por la hipertrofia del análisis: la intuición. No la corazonada impulsiva, sino el proceso silencioso de integrar experiencia y datos hasta que surge una claridad íntima, ese momento en que la razón y la percepción dejan de competir y se reconocen aliadas. Laura Huang lo explica con nitidez: la intuición es el algoritmo interior entrenado con miles de microdecisiones, aciertos y errores; la sensación de certeza es el resultado, no el método.
En un mundo de tableros infinitos, la ventaja no está en acceder a más información, sino en dotarla de sentido cuando la señal se vuelve ambigua. Por eso los grandes directivos distinguen el 85 % que aportan los datos del 15 % que reclama la brújula interior.
Esa brújula se entrena con deliberación: una pausa de calma para separar intuición de urgencia emocional, la bitácora tras decisiones relevantes para construir una biblioteca de señales propias, reconocer en qué fase del proceso estamos —recoger, interpretar, sostener la incertidumbre, decidir— y rodearse de un círculo de intérpretes del sentido que afinan la voz interior con preguntas mejores. Así, la intuición deja de ser una superstición romántica y se convierte en músculo estratégico.
El mundo actual nos propone una nueva carrera polar. No hacia un punto geográfico, sino hacia territorios sin cartografía estable: la inteligencia artificial, la biofabricación, la energía distribuida o el gobierno de los datos. En esta travesía resuenan los nombres de Amundsen, Scott y Shackleton, tres formas de entender la conquista que siguen vivas en la empresa contemporánea: la precisión que nace de la preparación, la soberbia que confunde técnica con sabiduría y el liderazgo que sostiene a las personas cuando todo se desmorona.
El reto no es elegir héroe, sino enseñar a los equipos a moverse entre esos tres registros —método, crítica y cuidado—. Para ello, el líder debe hacer visible su propio aprendizaje con IA: usarla con naturalidad, reconocer los sesgos cuando aparecen, modelar curiosidad y tolerancia al error, y crear seguridad psicológica para experimentar e integrar al ser humano y a la máquina como aliados, no como rivales.
La verdadera conquista de esta época no consiste en llegar antes, sino en llegar mejor: con organizaciones que se rediseñan, con directivos que escuchan lo que los datos ya no dicen y con equipos que, cuando el hielo se cierra, encuentran otra ruta. En la caverna, el fuego nos dio calor; en el hielo aprendimos a obedecer a la realidad; en el algoritmo descubrimos que ninguna hoja de cálculo sustituye al discernimiento.
La preparación sigue siendo una forma de respeto, la soberbia un riesgo letal y la victoria más honda, la de volver todos juntos. Y quizá ese sea el nuevo fuego: una inteligencia que no se enciende con chispas, sino con propósito, una llama interior capaz de guiar al ser humano —otra vez— por territorios desconocidos, donde solo sobrevive quien sabe combinar la razón con el alma.
Pero esa llama no surgió de la nada. Detrás del fuego y el hielo que hoy habitamos hubo otras intuiciones que imaginaron el código antes de que existiera. Alan Turing intuyó que pensar podía describirse como una operación lógica y demostró que una máquina universal podía ejecutar cualquier proceso mental. Herbert Simon comprendió que la inteligencia no era una perfección del cálculo, sino una adaptación al límite.
Y Norbert Wiener, padre de la cibernética, unió ambas visiones al descubrir que todo sistema inteligente aprende a través del bucle de retroalimentación. Su advertencia ética fue temprana: el peligro no era la inteligencia de las máquinas, sino la ausencia de propósito humano. Turing, Simon y Wiener —la mente, la decisión y el bucle— encendieron el fuego.
Décadas más tarde, Geoffrey Hinton, Demis Hassabis y Sam Altman heredarían esa llama y la llevarían al hielo del siglo XXI. Hinton, pionero de las redes neuronales, defendió durante décadas una idea marginal hasta que el aprendizaje profundo confirmó su visión. Hassabis, neurocientífico y ajedrecista, creó DeepMind para usar la IA como espejo de la mente humana, no como su reemplazo.
Y Altman comprendió que la revolución decisiva no sería tecnológica, sino cultural: poner a millones de personas a dialogar con una inteligencia distinta para entendernos mejor a nosotros mismos. Los tres representan la ejecución, la ética y la expansión. Son los nuevos exploradores del algoritmo: Hinton, el sabio que advierte del hielo que se quiebra; Hassabis, el científico que avanza con método; Altman, el estratega que busca traer de vuelta a la tripulación entera.
Turing, Simon y Wiener encendieron la chispa. Hinton, Hassabis y Altman caminan ahora sobre su hielo. Entre ambos extremos late la misma intuición que ha guiado toda la historia humana: la búsqueda de sentido. El fuego sigue ardiendo, pero solo sobrevivirá si aprendemos a escucharlo.
***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.
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