Aliviar la pobreza extrema no pide compasión, sino eficiencia política y mientras aquella exista
no podrá decirse eso de que ‘España va bien’
Artículo publicado en El Correo (17/11/2025)

La vida es una gran ruleta. Azarosa y definitivamente injusta. A unos les colma de riquezas y de oportunidades. A otros les sume en la trampa de la indigencia. Del cósmico casino no cuelga una escalera social que promocione la igualdad de oportunidades entre las personas. La desigualdad eclipsa a la meritocracia, que apenas acompaña a un puñado entre millones.
España navega aparentemente en la bonanza económica. Nuestro PIB destaca en Europa, el empleo alcanza cifras récord, el turismo suma máximos de visitantes extranjeros, y la recaudación fiscal crece con ritmo sostenido. Sin embargo, una cuarta parte de la población se halla en riesgo de pobreza o exclusión social. Las estadísticas trazan así una paradoja difícil de ignorar: España va bien, pero no todos los españoles van bien. ¿Cómo explicar esta penosa contradicción?
Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), el 25,8 % de los residentes en nuestro país —unos 12,5 millones de personas— vivían a finales de 2024 en condiciones de vulnerabilidad. El dato, confirmado por Eurostat, es el más bajo de la década, pero sigue siendo alto en comparación con la media europea (21%) y mucho más alto si miramos, por ejemplo, a Suecia (15,9%), Dinamarca (14,7%) o Noruega (13,2%).
Pero ¿cuál es el criterio que mide la pobreza, hoy, en España? El patrón de referencia en la Unión Europea (UE) y homologado tanto por el INE como por Eurostat, es la llamada tasa AROPE, acrónimo de ‘riesgo de pobreza o exclusión social’ (‘At Risk Of Poverty Or Social Exclusion’) que abarca tres dimensiones. La primera: riesgo genérico de insuficiencia de renta. La segunda: privación material y social severa. Y la tercera: baja intensidad de empleo en el hogar. Incurrir en una sola de las tres basta para ser considerado parte del colectivo AROPE.
La primera dimensión se basa en un criterio relativo, ya que considera pobres en España a quienes disponen de una renta disponible inferior al 60 % de la mediana nacional. En 2024 ese umbral se situó próximo a los 12.000 euros anuales por persona. La relativa inconsistencia de este primer pilar se ejemplifica en el hecho de que el AROPE de Euskadi (14,8%) incluiría hogares considerados pobres que no lo serían en Andalucía con una tasa cercana al doble (35,6%). Este pilar es, en consecuencia, útil, pero no perfecto, ya que describe desigualdad más que penuria, y depende del entorno social o ambiental.
La segunda, relativa a la ‘carencia material y social severa’, evalúa si el hogar no puede permitirse al menos 7 de 13 bienes o actividades básicas (vacaciones, calefacción, reuniones sociales mínimas, atender pagos fijos, disponer de internet, coche, lavadora o teléfono, entre otros). Razón que, en perspectiva global, resulta difícil de sostener frente a regiones azotadas por la pobreza extrema.
‘Muy baja intensidad laboral en el hogar’, tercer criterio, designa el porcentaje de personas de 0 a 64 años que viven en hogares donde los adultos trabajaron menos del 20 % de su potencial total de empleo durante el año. Este criterio, objetivo, se amplía con la insoportable comprobación de que uno de cada diez trabajadores españoles es pobre pese a tener empleo.
En cualquier caso, la pobreza, aunque se oculte como una enfermedad inconfesable, es endémica en España y golpea principalmente a hogares con hijos pequeños, a los jóvenes y a las familias monoparentales encabezadas por mujeres, al margen de la exactitud de los criterios de inclusión descritos. No solo existe: se enquista. Eurostat estima que el 13,6 % de los españoles padece, año tras año, pobreza persistente.
Las causas no son coyunturales. Influye el bajo nivel de formación y habilidades del colectivo afectado, pero también la estructura productiva basada en sectores de bajo valor añadido, el peso del empleo temporal, la insuficiente oferta de vivienda y la pérdida de poder adquisitivo acumulada durante años. Un uso adecuado del gasto público, excesivo y poco productivo en la actualidad, orientado a reforzar la formación profesional, mejorar nuestra famélica productividad, facilitar el empleo juvenil estable y estimular la vivienda en alquiler, debería dar frutos, pero no en el corto plazo.
Aliviar la pobreza extrema no pide compasión, sino eficiencia política. Mientras aquella exista, no podrá decirse que ‘España va bien’.
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