La corrupción cuesta millones y la degradación moral se mide en generaciones perdidas y en puntos de PIB que ya no llegarán
Artículo publicado en El Correo (01/12/2025)

Vivimos un tiempo en que a la lacra de la corrupción se superpone algo aún más destructivo: la inmoralidad estructural, la que desordena la vida pública y degrada la convivencia hasta hacerla irreconocible. El soborno, el nepotismo o el enchufismo, las adjudicaciones amañadas o la financiación ilegal de partidos han existido desde los albores de las democracias, pero, mientras la sociedad mantiene sus anticuerpos morales, no destruyen un país.
Lo que sí lo arruina es la indiferencia ante el mal, la aceptación progresiva de que ‘todo vale’, la relativización de la verdad y la normalización del embuste como herramienta habitual del gobierno.
Hannah Arendt lo advirtió con una claridad profética: la mentira organizada y sistemática no pretende que creamos la mentira, sino que nadie pueda ya creer en nada. Un pueblo que pierde la capacidad de distinguir entre el bien y el mal está moralmente desarmado, es incapaz de juzgar y por tanto no puede reaccionar, se autodegrada y se autodestruye.
En España llevamos tiempo oyendo un mantra que resume esa deriva: «lo más relevante es saber que, en la vida como en la política, la verdad es la realidad». Pedro Sánchez lo ha repetido en entrevistas, mítines y ruedas de prensa, especialmente para justificar pactos que antes había jurado no firmar. Esa frase no es solo un delirio lógico: es un anestésico moral.
Repetida hasta la saciedad, va mutilando lentamente la capacidad colectiva para distinguir lo justo de lo adulterado, lo ético de lo oportunista, la honradez del relato interesado. Y esa mutilación no es un mero efecto colateral: es el objetivo. Porque una sociedad que no sabe dónde está el bien y dónde el mal es una sociedad que no puede defenderse. Es la antesala del caos administrado cuando los movimientos arbitrarios ya no indignan. Pero, si la brújula moral se rompe, la economía empieza también a resentirse.
Benjamin Enke, profesor de la Universidad de Harvard, demuestra que cuando una sociedad se expone durante años a un mismo marco moral dominante, aunque ese marco sea opaco, sesgado o directamente falso, las personas terminan interiorizándolo como si fuera una verdad objetiva. La brújula ética termina por desplazarse.
Y cuando se desvía, ya no duele ver cómo se recortan derechos a unos para dárselos a otros, cómo se perdona la corrupción si proviene ‘de los nuestros’, o cómo se retrasan, o se ignoran, los grandes problemas estructurales porque resolverlos exigiría enfrentarse a sus propias redes clientelares regionales y sectoriales o a mercenarios de conveniencia disfrazados de socios de coalición, que solo venden lealtades efímeras a cambio de un provecho particular.
No es que el Gobierno sea inmovilista. Es que sus decisiones están guiadas por un sistema moral que prioriza la lealtad al grupo propio por encima del bien común. Y si, presumiblemente, un alto porcentaje de la ciudadanía está aceptando pasivamente que ‘la verdad es la realidad’, también la política económica se aleja –y se alejará aún más– del bien común para centrarse en la supervivencia del ejecutivo.
Porque economía y moral no son mundos separados. Sin confianza no hay inversión, sin responsabilidad no hay reforma, sin miras a largo plazo no hay proyecto colectivo, sin palabra de honor no hay cumplimiento. Así se esquiva o se alivia la crítica que generan la productividad más baja de Europa, la competitividad en declive, el gasto público ineficiente, una deuda que asfixia el futuro, un Estado del Bienestar que multiplica derechos e invisibiliza obligaciones, y la asfixia de los jóvenes para asegurar el voto de diez millones de pensionistas.
La política española ha relegado la economía a un segundo plano. La gestión no alcanza a resolver, solo a contemporizar. No se escuchan las alertas institucionales, mientras se pueda mirar hacia otro lado.
No hablamos de fallos técnicos. Hablamos de síntomas de una decadencia moral que ya ha cruzado el umbral de lo aceptable. La corrupción cuesta millones. La degradación moral se mide en generaciones perdidas y en puntos de PIB que ya no llegarán. España necesita reformas económicas profundas. Pero antes urge rescatar algo esencial: la verdad frente a un relativismo interesado. El discernimiento entre lo que es justo y verdadero, y lo que se manipula en provecho prioritario de quienes mandan.
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