El deterioro de la gobernanza política ha traspasado el umbral admisible para un desarrollo económico sostenido, que reclama confianza, reformas y horizonte.
Artículo publicado en El Correo (22/12/2026)

No ha sido un mal año, pero tampoco será recordado como un tiempo especial. España cierra 2025 al compás de una economía aceptable, incluso vigorosa en algunos aspectos, pero sin ese pulso emocional presente en las campañas con éxito. Un país puede discurrir sin épica. Pero el precio es un clima moral desvaído, como si los logros llegaran sin razón o sin relato, solo por el esfuerzo bruto, sin compañía ni solidaridad.
La economía ha ofrecido un rostro complaciente. El PIB ha avanzado con firmeza en un entorno internacional complejo. Las afiliaciones a la Seguridad Social cotizan en máximos históricos. Y el paro se ha ido reduciendo. El turismo ha vuelto a sorprender con nuevos récords. Las exportaciones han resistido mejor de lo previsto. Y la inversión extranjera, desigual, se ha multiplicado en el capítulo inmobiliario. España ha demostrado, un año más, que puede progresar cuando los vientos contrarios no son un tsunami.
Pero la política ha transitado por otro derrotero. Los economistas hemos postulado tradicionalmente una correlación entre el ciclo económico y el ciclo político: cuando uno avanza, el otro acompaña, cuando uno se agota, el otro se resiente. 2025 ha desmontado ese axioma. Mientras la economía se ha afanado en producir, la vida pública ha vivido meses de sobresaltos, escándalos de corrupción y conciliábulos a puerta cerrada, arriesgando en el casino autonómico el patrimonio común de los españoles. La desconexión entre la economía, que aspira al progreso de la comunidad, y la política, absorta en una guerra de supervivencia, se ha notado demasiado. La economía ha trabajado como una huérfana diligente. La política ha deambulado como un con mala conciencia, mirando más al suelo que a la cara. Esta falta de sincronía no ha provocado crisis sonoras, pero ha privado al país de la celebración de sus avances porque los rectores públicos no tienen credibilidad para convocarla. El deterioro de la gobernanza ha traspasado el umbral admisible para un desarrollo económico sostenido, que reclama confianza, reformas y horizonte.
A ello se suma la mochila estructural que en 2025 no se ha aligerado un ápice. La productividad, famélica, sigue atrapada en un estancamiento fácil de entender, pero difícil de justificar. La longevidad, un regalo sin precedentes, recuerda el aumento de la hipoteca fiscal derivada de la crisis demográfica, principalmente del déficit creciente de las pensiones, cubierto ya sin rubor con fondos presupuestarios.
La deuda pública alcanza cotas que nos define como prestatarios vitalicios y su servicio se traduce en una pesada carga que resta recursos para otros destinos necesarios. Y el paro estructural, ese muro que no consigue derribarse, impide que el pleno empleo se convierta en algo distinto a una utopía. La economía avanza, pero las reformas de largo aliento resultan imposibles de acometer con un gobierno extraviado.
Donde la distancia entre necesidades sociales y respuestas públicas se ha hecho más visible es en la vivienda. Ningún indicador ha generado tanta inquietud ciudadana ni tanta percepción de injusticia. El último barómetro del CIS sitúa la vivienda como el primer problema del país. El acceso a una residencia se ha convertido en la mayor fractura generacional del país. El empleo crece, pero no garantiza un hogar. Los jóvenes trabajan, pero no se independizan. Las políticas públicas no han ofrecido una respuesta clara, esperanzadora y diligente. La vivienda no es un capítulo más: es el espejo donde se refleja la distancia entre el crecimiento económico y la cohesión social.
Europa, confusa, tampoco ha ofrecido un contrapeso alentador. Atrapada por los colosales cambios geopolíticos producidos en los últimos meses, atemorizada por Rusia y vapuleada verbalmente por Trump, la Unión no ha proyectado una estrategia sólida, sino un relato dubitativo.
Así, 2025 se despide como un año razonable, incluso positivo en determinados aspectos económicos, pero sin la épica que permite a una sociedad reconocerse en sus logros y admitir, aunque sea con reserva, también los del Gobierno. Pero esto último no es posible. La España productiva avanza con esfuerzo, rodeada por un ambiente polarizado y dividido. La política, mientras tanto, abstraída y endogámica, resiste y navega a la deriva. Al término del ejercicio, el cansancio cívico que se percibe no es un accidente del ciclo, ausente por ahora, sino el resultado de una política incapaz de acompañar y dignificar el progreso común.
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