Artículo publicado en El Economista (23/12/2025)

Las elecciones autonómicas en Extremadura y 2026, que ya se perfila como un año pródigo en citas con las urnas, nos colocan de nuevo ante el ritual más repetido de la democracia: el voto. Ese acto simple alberga un mecanismo complejo, de modalidades variadas y eficiencia dudosa. Veamos.
Votar es el gesto más elemental de la democracia. Una papeleta depositada en una urna condensa siglos de luchas políticas, conquistas civiles y aspiraciones de igualdad. El sufragio universal sigue siendo uno de los grandes hitos de la modernidad política.
Pero conviene no confundir su dignidad simbólica con su función y resultados reales. Porque votar no garantiza ni decisiones sabias, ni gobiernos eficaces, ni políticas acertadas.
Joseph Schumpeter lo formuló con un realismo despiadado. Para él, “el método democrático es aquel sistema institucional para llegar a decisiones políticas en el que los individuos adquieren el poder de decidir mediante una lucha competitiva por el voto del pueblo.” Dicho sin adornos: un sistema para elegir gobiernos, ordenadamente, sin llegar a las manos unos con otros. Se trata de una definición funcional, y quizá, por eso mismo, profundamente democrática.
Aceptar este punto de partida obliga a revisar muchos maximalismos. El voto no es necesariamente ilustrado, ni informado, ni coherente. Es sencillamente humano. Está formado por emociones, identidades, lealtades heredadas, miedos, agravios y percepciones subjetivas.
A veces responde al bolsillo, otras, a la bandera. En ocasiones castiga, en otras más, se aferra a la costumbre. Y con frecuencia no vota a favor de algo, sino en contra de alguien. Esta constatación no degrada la democracia, aunque la desmitifica. Porque si el voto es un instrumento imperfecto, entonces también lo son los resultados que produce.
La pregunta relevante es qué esperamos realmente del acto de votar y hasta dónde puede llegar un sistema político que descansa sobre decisiones tan desiguales en información, incentivos y consecuencias.
Comenzaremos observando el voto tal y como se manifiesta en las democracias reales. No existe un votante tipo ni una motivación única. El sufragio se fragmenta en comportamientos diversos que coexisten y se superponen, a veces en un mismo individuo.
Está, en primer lugar, el voto heredado o de cuna: aquel que se transmite como un patrimonio familiar y emocional. Se vota lo que siempre se ha votado, con independencia de programas, liderazgos o coyunturas. Es un voto ajeno a la argumentación racional y, en general, extraordinariamente estable.
Junto a él aparece el voto económico, probablemente el más estudiado por politólogos y economistas. Es un voto retrospectivo y con facultades punitivas, que premia o castiga al gobierno en función de la marcha pasada de la economía. La inflación pesa más que el crecimiento, el trabajo propio más que el PIB agregado, y las penurias cotidianas más que cualquier estadística favorable.
Gana terreno también el voto identitario, anclado en elementos culturales, nacionales, lingüísticos o morales. No vota tanto en función de lo que se promete como de quién se es. Su fuerza no reside en la coherencia programática, sino en la apelación emocional a la dignidad patria.
Existe asimismo el voto de protesta, que expresa rechazo al sistema, a las élites o a los partidos tradicionales. Es en esencia un motín sin programa. Un voto de castigo generalizado que canaliza frustraciones acumuladas y puede derivar en apoyos volátiles, cuando no contradictorios.
Y, finalmente, el voto útil o instrumental: aquel que persigue la victoria del mal menor. Un voto racional y defensivo, cada vez más frecuente.
Este mosaico ayuda a entender por qué la relación entre economía y voto es menos mecánica de lo que suele suponerse. La evidencia empírica muestra que buenos resultados macroeconómicos no garantizan la reelección de los gobiernos, del mismo modo que una gestión deficiente no conduce necesariamente a su castigo.
El votante reacciona a percepciones, relatos y emociones, no a balances contables. La economía importa, sin duda, pero no siempre decide.
Aquí encaja bien la reflexión de Branko Milanovic sobre la relación entre democracia y desigualdad. En las democracias avanzadas, las clases medias y trabajadoras no votan prioritariamente en clave económica. La desigualdad persiste no porque la democracia la ignore, sino porque los ciudadanos no la colocan como diana de sus decisiones electorales.
Se revela así una de las grandes contradicciones de la democracia contemporánea. El sufragio universal —una persona, un voto— otorga el mismo valor al criterio del premio Nobel que al del ciudadano más humilde, lo que constituye a la vez la grandeza y la paradoja de la democracia.
Esa igualdad formal no elimina, sino que abstrae del diferente acceso a la información, de la comprensión del arco ideológico existente y de la capacidad para anticipar las consecuencias de las decisiones colectivas de los electores.
No todos los votantes alcanzan a discernir con igual claridad las diferencias programáticas, sus límites o sus contradicciones internas, porque solo una escasa minoría lee, de hecho, los programas electorales de los partidos. La democracia asume esa asimetría sin corregirla, porque cualquier intento de enmendarla socavaría su propio fundamento.
La democracia no fracasa porque vote todo el mundo. Fracasa cuando se le pide que produzca decisiones racionales, coherentes y estables a partir de ciudadanos emocionalmente saturados y socialmente desiguales.
Su grandeza no reside en la perfección de sus resultados, sino en su capacidad para procesar la diversidad de puntos de vista sin violencia, permitiendo una alternancia pacífica del poder.
Quizá convenga recordar, en tiempos de fatiga cívica, que la democracia no es una fábrica de buenos gobiernos, sino un método para poder evitar el gobierno de los malos por demasiado tiempo, siempre respetando la disparidad de criterio sobre lo que los conceptos “bueno” y “malo” significan para todos y cada uno de los votantes.
No es poco. Y desde luego, como dijo Churchill, es mucho más de lo que ofrece cualquier alternativa política conocida.
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