Hasta hace relativamente poco, cuando resonaba en nuestros oídos la palabra negacionismo, casi inevitablemente nos acordábamos de aquellos planteamientos y actitudes de quienes niegan o relativizan la evidencia histórica de los campos de concentración y exterminio del Tercer Reich alemán. Sin embargo, en los últimos meses, nos hemos habituado a relacionar el citado vocablo con la Covid-19.
Tan es así que, si nos sumergimos en Internet, vemos que incluso ya tiene su propio espacio en Wikipedia. En su entrada, se dice que el negacionismo de la Covid-19 es la creencia de que esta enfermedad infecciosa y la pandemia que ha provocado en 2019 y 2020 no son reales o la gravedad de las mismas no es elevada, de manera que la alarma mundial no está justificada.
Los negacionistas (grupos supremacistas y de ultraderecha, antisistemas, seguidores de pseudociencias y terapias alternativas, etc.), presentes en distintos países, apuestan por diferentes teorías conspiranoicas, auténticas fake news sin ninguna base científica que no conocen fronteras tanto sobre el origen del virus como acerca de las intenciones de gobiernos, instituciones supranacionales, como la Organización Mundial de la Salud, o empresas, de limitar las libertades y controlar a la ciudadanía.
Pero, por desgracia, no es solo una cuestión de la sociedad civil o de determinados sectores más a menos significativos de la misma. incluidos actores e influencers. Cuando la Covid-19 comenzó a expandirse, líderes políticos como Trump o Bolsonaro, preñados de populismo, escenificaron en el ámbito político estas actitudes, llegando no solo a negar las evidencias transmitidas por la comunidad científica, sino a protagonizar espectáculos bochornosos, cuando no francamente peligrosos para la salud pública.
Irresponsabilidad
En un interesante artículo publicado en The Conversation, Victoria de Andrés Fernández calificaba a los negacionistas del Covid-19 de estúpidos. Probablemente a muchos también se nos haya ocurrido hacer uso de semejante adjetivo cuando hemos visto su simpleza, bravuconería e irresponsabilidad en declaraciones ante los medios de comunicación o en las redes sociales y en movilizaciones que ni en EEUU, ni en España ni en Alemania cumplían con las mínimas medidas de higiene y garantías de seguridad, mientras los temidos y prematuros rebrotes se recrudecían en pleno periodo estival.
Pero la clave fundamental de su reflexión radica en el sentido profundo que, según la autora, late tras el epíteto: por un lado, el estúpido sería aquel individuo que perjudica a otras personas obteniendo un perjuicio para sí mismo sin que el resto de la sociedad sea consciente de su carácter nocivo; por otro, que el fundamento de sus planteamientos no es la evidencia científica sino “el capricho, la ideología, la conveniencia, la corrección política, la creencia o, sin más, la estupidez”.
¿Por qué debemos preocuparnos?
Si las afirmaciones de los negacionistas son débiles e inconsistentes, cuando no pura ciencia ficción, y si solo representan a un porcentaje muy pequeño de la población, ¿por qué deben preocuparnos? No tanto por su capacidad efectiva para expandir el virus de la Covid-19, cuanto por su insistencia en hacer que el virus de la demagogia y su épica de la resistencia alcancen una mayor penetración social.
Para hacernos idea de este peligro, debemos ser conscientes de las posibilidades que las tesis negacionistas tienen de funcionar como profecía autocumplida. Un principio sociológico -formulado hace ya casi un siglo por William I. Thomas- según el cual, aunque algo no sea real (e incluso se demuestre falaz), si se cree socialmente, es real en sus consecuencias, porque condiciona valores, actitudes y conductas individuales y grupales.
Ganar credibilidad
La única forma de refutar las tesis negacionistas es que, desde su respectivo campo de competencia, expertos, autoridades políticas e instituciones operen sinérgicamente con prudencia, transparencia y decisión para ganar credibilidad ante una ciudadanía que muestra desconfianza por las ambigüedades e incongruencias, por los déficits de consenso y por las consecuencias lesivas que para la economía y la sociedad están teniendo algunas de las medidas restrictivas adoptadas por los gobiernos mientras el número de contagios se multiplica.
El malestar y la desafección son el mejor caldo de cultivo de la demagogia y del populismo. Ambos, en su dinámica de elitismo invertido con su apelación afectiva a la conexión directa con el pueblo (Innerarity, 2015) y a su libertad sin matices ni mediaciones (Casquete, 2020), ya funcionaban con relativa eficacia antes de la pandemia en democracias representativas acusadas de serios problemas de legitimidad.
Eficacia que lleva al historiador francés, Pierre Rosavallon (2020), a conceptualizar el populismo en términos de «la ideología ascendente del siglo XXI” y a proponer, frente a él, un modelo complejo de democracia interactiva en el que la ciudadanía pueda hacer uso efectivo de mecanismos de rendición de cuentas para el control de quienes la gobiernan.
One Response
Aceptar acríticamente lo que los grandes medios publican conlleva a no cuestionar nada de lo que afirman. Cuando hay incongruencias en esas afirmaciones y científicos, médicos e investigadores ( no solo “gente de la calle”) jugándose su prestigio, su trabajo y su futuro y sin nada que ganar son censurados y silenciados por denunciarlas o cuestionarlas en lugar de responder con información, evidencia científica y argumentos lo que se genera es una falta de credibilidad que hace que mucha gente pueda dudar de muchas de las cuestiones que otros aceptan. Es por esto que etiquetar a la gente es peligroso.
Hoy día hay servicios que se autorizan a sí mismos a decidir qué publicaciones ( incluso científicas) son veraces y cuáles no.
Lo que hay es muy poca gente que lee. Menos aún que lee publicaciones científicas. Estamos habituados a recibir información indiscriminadamente y sin contrastar.
La clave en todas las situaciones es buscar las fuentes .