¿Qué pasa por la cabeza de una persona que dispara conscientemente a un niño? ¿Y cómo es posible convivir con la angustia de una acción semejante? En estos tiempos de guerras y genocidios, confieso que a veces ya no tengo fuerzas para seguir leyendo sobre más atrocidades. Quizás sea un mecanismo de defensa, o una acumulación excesiva de rabia y de tristeza. Hubo un tiempo en el que leía mucho sobre este tema; ahora, cada vez que veo un titular, cierro los ojos como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago.

Sin embargo, cuando hace unos días vi en The Guardian la foto de un joven soldado apuntando con su fusil de precisión, tuve la clara sensación de que su mirada seria se dirigía a mí. El titular me devolvió inmediatamente a esa sensación de rabia: “La familia de Gaza destruida por los francotiradores del ejército israelí”. Pero en lugar de apartar la mirada, decidí leer el artículo (aquí el enlace): un largo reportaje basado en una investigación realizada por varios medios de comunicación, entre los cuales The Guardian, Der Spiegel y ZDF, que pone de manifiesto una de las prácticas utilizadas por las tropas israelíes para atacar a civiles desarmados. Naturalmente es sólo un caso particular, algo casi insignificante frente a la dimensión global de esta tragedia. Pero la idea de un niño al que disparan mientras intenta recuperar el cuerpo de su hermano, y el despiadado cinismo de estos jóvenes soldados que llegan incluso a vanagloriarse de su éxito, es algo realmente desgarrador.

Hay comentarios de los propios soldados, sacados de algunos vídeos que ellos mismos han publicado, que son escalofriantes. Ya no hay rastro de humanidad, en el sentido fundamental de considerar al otro como un ser humano. Porque, para estos soldados, los palestinos no son seres humanos, sino solo terroristas. Todos, incluidos los niños, como el de este reportaje, culpable de haber intentado recuperar el cuerpo sin vida de su hermano.

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Hace muchos años acepté una beca posdoctoral para trabajar en el Instituto Tecnológico de Israel, en Haifa. Fui allí porque esperaba vivir algo parecido al fin del apartheid en Sudáfrica, uno de esos momentos que ayudan a creer en la humanidad. Y quizá hubiera sido así si se hubiese continuado por el camino de la paz iniciado en Oslo en 1993. Llegué a Haifa en septiembre de 2000, pocos días antes del inicio de la segunda intifada, que no fue más que una explosión de rabia —evidentemente ciega y contraproducente, incluso para la causa palestina— ante la esperanza frustrada de tener una tierra propia, y que significó el colapso de toda esperanza: como siempre ocurre, la violencia solo generó más violencia.

Allí hablé con personas de posiciones muy diversas, desde las más implicadas en el proceso de paz hasta las que ya habían perdido toda esperanza. Intenté comprender el presente a través de las miradas del pasado, encontrando coincidencias inesperadas entre personas de ámbitos distintos —lo que demuestra que la humanidad no se divide en función del color de unas banderas. Como la de Hannah Arendt, filósofa alemana y judía, que ya antes del nacimiento del estado de Israel advertía de la insensatez de una guerra constante contra el mundo árabe, invocando sin éxito la búsqueda de otras formas de cooperación. O la de Edward Said, académico y activista palestino, que se oponía a la solución de dos estados separados porque creía en la posibilidad de seguir viviendo juntos. O como Ruchama Marton, psiquiatra de la Universidad de Tel Aviv y activista comprometida con la defensa de los derechos humanos, que advertía que la fuerza nunca funciona: solo genera más inseguridad, porque luego uno espera una reacción. Por eso, decía ya entonces, en Israel se vivía una sensación de ansiedad que cortaba la respiración.

Es lo que yo también viví en aquel año en el que se perdió toda esperanza. En cuestión de meses, vi cómo una sociedad entera se cerraba en sí misma y se dejaba llevar por el odio. Una amiga, profesora de antropología en la Universidad de Haifa y también involucrada en el proceso de paz, me contó que, en una marcha por la paz en Jerusalén en la que participaban no más de un puñado de personas, algunos colonos les gritaron: “Hitler no hizo bien su trabajo: debería haber acabado también con vosotros”. Judíos que dicen esto a otros judíos… Al final ella también perdió la esperanza y se fue.

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Quizás sea necesario recordar que la responsabilidad política del fracaso del proceso de paz recae en buena parte sobre el gobierno de Ehud Barak por su negativa a aceptar un compromiso sobre la división de Jerusalén y el derecho al retorno de los refugiados palestinos. Pero la responsabilidad real recae sobre los extremistas de ambos bandos: por un lado, los fundamentalistas de Hamás, que desde el principio boicotearon el proceso de paz (según varios estudios, en los años ‘80 el Gobierno israelí apoyó discretamente a Hamás precisamente para debilitar a la OLP de Arafat); por otro lado, el Likud de Benjamin Netanyahu, que ya en los años 90 se oponía al proceso de paz por traicionar el sueño del Gran Israel. No en vano, la viuda de Isaac Rabin, asesinado en noviembre de 1995 por un extremista de derecha, nunca quiso recibir a Netanyahu, al considerarlo el instigador del asesinato de su marido.

Desde entonces, los protagonistas han cambiado —excepto Netanyahu, paradójicamente; o quizá no tanto— pero el camino de odio y de violencia sigue siendo el mismo: es como un nudo que se ha ido apretando cada vez más, hasta el punto de que ya no se puede imaginar una forma de deshacerlo. El ataque del 7 de octubre no puede verse más que como un gesto ciego y desesperado de quienes quieren morir matando; solo que en ese absurdo ataque suicida, cuya reacción era bastante previsible, pusieron en juego la vida de más de dos millones de personas. Por otro lado, parece evidente que la ofensiva israelí no se detendrá hasta que hayan eliminado, por las buenas o por las malas, a la población palestina, realizando así el sueño bíblico del Gran Israel. Aunque esto signifique disparar a un niño o hacer morir de hambre a una población entera.

Con todo, la herida más grave es precisamente la voluntad deliberada de negar cualquier valor a la vida humana. Esto es lo que el mundo entero debería condenar, si aún queremos dar sentido al concepto de humanidad. Porque lo que está ocurriendo en Gaza está a la vista de todos, a pesar del intento de eliminar físicamente o silenciar a los periodistas, las Naciones Unidas, la Cruz Roja y las diferentes organizaciones humanitarias. Nadie podrá decir en el futuro “yo no sabía”.

Theodor Adorno, filósofo alemán y judío que huyó de la Alemania nazi, escribió que después de Auschwitz la poesía ya no era posible, en el sentido de que nada, ni siquiera el arte, podía continuar como antes. Quizás después de Gaza ya no sea posible hablar de humanidad, a menos que dejemos de mirar hacia otro lado y rompamos el insoportable silencio que nos rodea.

Diego Malquori