Al margen de repetir estos tópicos, “cuando todo esto acabe…” y lleguemos a “la nueva normalidad” que nos han vaticinado desde todas las instancias podremos volver a vivir una vida, más o menos semejante a la que manteníamos antes del mes de marzo. Pero, uno de los aprendizajes que podemos llevarnos en la mochila de este confinamiento es el redescubrimiento de la dimensión comunitaria. Las enormes potencialidades sanadoras y refrigerantes que posee, y su capacidad de volver a poner a la persona en el centro.
Como señalaba Victoria Camps al comienzo de la pandemia, “el sentimiento comunitario es la base de la cooperación para luchar contra el virus”. Y uno de los cimientos de esta colaboración es el aprender a cuidar(nos). A entendernos y a empatizar desde las necesidades que esta pandemia ha aflorado en cada uno.
Este tiempo, de forma abrupta y obligada, nos ha permitido comprender y sentir de cerca nuestra vulnerabilidad y la necesidad que tenemos de construir nuestros proyectos contando con los demás.
Lo hemos visto a través del personal sanitario, pero también de las y los cuidadores de las residencias de los mayores, y también en los trabajadores de los sectores esenciales que han abastecido de víveres comercios y supermercados de primera necesidad. La explícita visualización de nuestras limitaciones, como pequeños seres indefensos, se ha declarado de forma manifiesta en este breve período.
Este tiempo también ha servido para destapar, si es que no lo estaban suficientemente evidenciadas, las desigualdades y los colectivos más vulnerables: migrantes, madres solteras, desempleados, prostitutas, menores tutelados, familias desestructuradas, personas sin hogar… Los comedores sociales han triplicado su aforo y los bancos de alimentos han incrementado exponencialmente su servicio.
En riesgo de exclusión
En estos momentos, millones de personas se han incorporado al temible segmento del “en riesgo de exclusión”. Pero, paralelamente, miles de ciudadanos se han sumado a innumerables iniciativas de solidaridad que han surgido en barrios, comunidades y distritos para paliar la emergencia social que estamos padeciendo.
Además, este escenario ha despertado nuestra compasión intergeneracional. La mirada preocupada por la debilidad manifiesta de personas que, por su franja de edad, se han convertido en el epicentro de la protección social. Principalmente personas que superan los sesenta años, pero también aquellos que sufren algún tipo de dolencia o enfermedad que los convierte en colectivos de alto riesgo.
Hace pocas semanas, un grupo de pensadores, expolíticos y líderes religiosos entre los que se encontraban el filósofo Jürgen Habermas o el expresidente de la Comisión Europea Romano Prodi, alertaba sobre la depreciación de la vida de las personas mayores. Y concluían: “La ética democrática y humanitaria se basa en no hacer una diferencia entre las personas, ni siquiera por su edad”.
Un toque de atención contra el individualismo
Esta categorización de nuestras sociedades, en estratos de mayor o menor vulnerabilidad, nos pone en alerta y nos hace pensar en común: no tenemos otro remedio. Y ahora más que nunca hemos podido comprobar que lo que hoy sufren algunos, mañana lo podemos padecer otros. Quizás, por primera vez y admitiendo que esta reflexión posee un sesgo egoísta, nos hemos puesto en la piel de los otros porque el peligro lo hemos visto demasiado próximo.
No está mal. Es un toque de atención a nuestras sociedades radicalmente individualistas y materialistas. Es una sirena de alarma de aquellos sectores que reclaman nuestra atención porque no pueden más. Es una llamada a cuidar(nos) unos a otros, además de reconocer y aplaudir todos los esfuerzos, de salir de nuestra propia burbuja y poner nuestra vista en aquellos que más sufren.
Como dijo en estas semanas el expresidente uruguayo Pepe Mujica, este período de encierro ha podido servir para “abrazarse a uno mismo”. Pero añado: ahora se abre un tiempo para mirarnos sobre la mascarilla y cuidarnos, empatizar y sentir con los otros, descubrir de lo que cada uno carece y lo que podemos compartir, lo que podemos ofrecer.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.