El 26 de noviembre de 2007 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió celebrar el 20 de febrero de cada año el Día Mundial de la Justicia Social. Se trata de un gesto relevante, pues quiere llamar nuestra atención sobre algo que está pasando y algo que nos falta y es irrenunciable.
¿Qué está pasando? Si dejamos a un lado los matices, existe un amplio consenso sobre el balance de los procesos de globalización de las últimas décadas. Constatamos una alteración drástica de los ecosistemas de subsistencia que compromete tanto nuestra vida como la del conjunto de las especies que pueblan el planeta. Además, entre los problemas más acuciantes en los últimos años destacan la desigualdad en todas sus expresiones, la persistencia de la pobreza y el aumento del trabajo precario y encubierto, carente de garantías de toda índole. Los datos nos urgen a pensar en términos de prosperidad sostenible que nos ayude a reducir los riesgos ambientales, la desigualdad en la distribución de los recursos, la pobreza, la exclusión, y así podamos garantizar la vida en condiciones dignas para todos los habitantes del planeta.
¿Qué falta en estos procesos? Estos procesos que acabamos de describir son resultado también de ignorar que la justicia es la virtud fundamental de cualquier orden social y político. La afirmación y defensa de la dignidad de las personas exige construir relaciones sociales que protejan y promuevan los derechos humanos. La justicia es entonces un principio fundamental para la convivencia pacífica y próspera, dentro los países y entre ellos.
Una de las formas de traducir la exigencia de justicia a nuestra época y sus necesidades es reclamar la justicia social. El término cobija dos tipos de reivindicaciones históricas de muy honda raigambre: por un lado, alude a la necesidad de distribuir mejor los recursos y la riqueza de modo que nadie se vea excluido de ellos o expoliado mediante mecanismos que se orientan hacia la acumulación ilegítima. Por otro lado, recoge las actuales exigencias de reconocimiento ligadas a la común igualdad y a las diferencias legítimas que todos portamos.
Celebrar el día de la Justicia Social es recordarnos que necesitamos implementar mecanismos efectivos, reales y suficientes de redistribución de la riqueza para garantizar las condiciones materiales mínimas para que todas las personas puedan ejercer sus libertades básicas (expresadas en los Derechos Humanos). También que necesitamos establecer dinámicas de relación social construidas sobre el reconocimiento de la diferencia, desplegando así un potencial integrador y reparador de injusticias no materiales y reforzar así los lazos que nos hacen sentirnos partícipes de la comunidad humana. Y finalmente, pone de manifiesto nuestra necesidad de mayores oportunidades de participación en la gestión de lo común, para así potenciar tanto el desarrollo individual como el desarrollo de la comunidad política sobre la base de la dignidad que compartimos.
La celebración del Día Mundial de la Justicia Social nos recuerda también la parte de responsabilidad que atañe a cada quien en el cuidado de nuestras sociedades globalizadas. A los ciudadanos nos toca aprender a pensar reajustando nuestros intereses personales en función de las necesidades comunes, estableciendo aquellas relaciones que promueven el reconocimiento del otro, de su dignidad y de su capacidad de participación en igualdad. Se nos puede pedir incluso la renuncia a posiciones de privilegio así como la conciencia nítida de sabernos interdependientes con respecto a los demás ciudadanos y corresponsables con ellos de actuaciones que dañan libertades básicas de otros o que las pueden favorecer.
En cuanto a las organizaciones de la sociedad civil, incluidos las universidades y los centros educativos, dado su importantísimo protagonismo, la implementación de la justicia social les demanda un especial cuidado de los derechos humanos, primordialmente en lo que atañe a la garantía de las condiciones materiales que permiten el ejercicio de las libertades básicas, así como el cultivo de relaciones sociales colaborativas en las que nunca la ganancia de unos se sostenga sobre la expulsión, la exclusión, la discriminación o el insuficiente reconocimiento de la dignidad de todos.
Finalmente, a las instituciones públicas les corresponde el diseño de políticas y la elaboración de legislación destinada a minimizar la injusticia estructural en términos de distribución y reconocimiento. Su labor es la de favorecer dinámicas de reconocimiento social que visibilicen a los colectivos más dañados, así como la promoción de la participación, procurando el cuidado y preminencia del bien común del que todos nos beneficiamos.