El 17 de octubre de 2018 la Red Española de Filosofía (REF), entidad que reúne la Conferencia de Decanos de Filosofía, el Instituto de Filosofía del CSIC y más de cincuenta asociaciones filosóficas españolas, publicaba un comunicado que calificada de consenso histórico un acuerdo logrado en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados. Ese acuerdo estipulaba la vuelta de la Historia de la Filosofía al curso de Segundo de Bachillerato.
Al día siguiente, el Misterio de Educación reaccionaba explicando la necesidad de esa reincorporación como asignatura obligatoria porque «Este Gobierno considera que la asignatura de Historia de la Filosofía, que nos orienta a la ciencia y a otros saberes, debe ser obligatoria para todos los estudiantes de 2º de Bachillerato. Creemos que, con ello, ayudamos a los alumnos y alumnas que crecen inmersos en un mundo repleto de información, en una sociedad hiperconectada, a desarrollar un pensamiento crítico que les permita distinguir lo importante de lo accesorio y los fundamentos del mundo en el que vivimos».
Unos días más tarde, la misma REF se pronunciaba de nuevo y reclamaba la necesaria presencia de una asignatura troncal de Ética en 4º de la ESO, que permitiera trabajar reflexiones críticas sobre asuntos como la integridad moral, principios como la libertad, la igualdad y la solidaridad, pluralismo e inclusión, o procedimientos de deliberación, acercamiento a los derechos humanos y nociones como las de ciudadanía, responsabilidad y justicia.
La ética desaparece como asignatura
Dos años más tarde, el 28 de octubre de 2020, de nuevo un comunicado de la REF anuncia que, ni el Ministerio de Educación ni sus señorías en el Parlamento consideran necesario un debate público sobre la educación de las futuras generaciones, como prueba el proceso seguido para la tramitación de la última ley de educación aprobada. Por si esto no resultase lo bastante extraño, resulta que, además, la Comisión de Educación del Parlamento votó el incumplimiento del acuerdo de 2018, y, en la ley ya aprobada, la ética desaparece como asignatura. Tras la sorpresa y la indignación, pedidas las oportunas explicaciones, desde el Ministerio se responde que, sencillamente, «no hay hueco« y que habría que suprimir otra asignatura para incluir esta. Insuperable argumento, toda vez que la LOMLOE modifica la LOE, ley en la que sí había «hueco» porque se contemplaba la Ética como asignatura.
Hasta aquí los surrealistas acontecimientos en torno a la Filosofía y la Ética en la última tramitación de la ley de Educación. Por decencia y pudor tiendo a evitar cualquier manifestación que huela a corporativismo defendiendo intereses de parte. No obstante, plantear qué perdemos al perder la Filosofía es un debate público que interesa fomentar, no solo para saber si quienes nos dedicamos a esta profesión somos o no especie en extinción y quizá merecedores de especial protección, sino, sobre todo, para saber si merece la pena pagar la factura que esa pérdida nos pasa.
«La vida sólo es agradable en la inconsciencia». La cita es de Sófocles, pero la usa Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la Estulticia, un texto en el que la necedad se elogia a sí misma con la ayuda de sus sirvientas, la adulación y el orgullo, y es aplaudida por una cohorte de fieles adeptos: juristas enrevesados, charlatanes, escolásticos, acaparadores, megalómanos, enamorados, jugadores…
¿Quién nos prepara para la democracia y el debate público?
Un disparatado elogio de la necedad, de una orgullosa ignorancia felizmente cultivada. Siglos más tarde, Carlo Cipolla, historiador de la economía, publicaba un artículo justamente famoso, Las leyes fundamentales de la estupidez humana, en el que asumía que tal condición humana es irredimible, enunciando incluso que un porcentaje de premios Nobel estaba formado por estúpidos. Entre ambos autores, Inmanuel Kant, un personaje raro, ciertamente sabio y no tan estúpido, daba la bienvenida a una época de ilustración en la que se esperaba que cada persona fuese capaz de pensar por sí misma y quisiese hacerlo, con criterio propio, sin apoyo en autoridades políticas o religiosas que manipulasen su opinión. Quizá también Kant subestimó el poder de la necedad.
Por qué desterrar una formación que enseña a las personas a argumentar, a sopesar con calma e imparcialidad los argumentos del resto, concuerden o no con la propia visión de la realidad, que dota de matices y palabras el paisaje intelectual, no es un lujo: es una necesidad básica. Si Erasmo y Cipolla tienen razón y Kant resultase un soñador de vuelos utópicos pidiendo lo imposible, al menos nos cabe mitigar nuestra natural estupidez acudiendo a saberes que nos permiten dislocarnos intelectualmente y mirar con otros ojos y pensar con otras ideas para saber si pueden tener el privilegio de llegar a ser nuestras.
Se llenan las webs institucionales de toda organización que se precie de anuncios sobre sus valores, pero nadie explica por qué se han preferido esos a cualesquiera otros, más allá de la pertinente cosmética. Hablamos de democracia, de participación, de debate público… ¿y para eso quién y qué nos prepara? En realidad, asumimos que los conocimientos de orden técnico y científico son imprescindibles para vivir en el mundo desarrollado del siglo XXI… pero nos echamos las manos a la cabeza, escandalizados, porque vemos comportamientos irresponsables o directamente incívicos, argumentos sediciosos y falaces o «ruido» mediático que busca hacer el caldo gordo a este o aquel interés, pero no al bien común.
Es cierto que el cultivo de estos saberes no eliminará la necedad, pero es lo único que tenemos a mano que nos permite, magro consuelo, mitigarla. El necio padece pereza y gregarismo intelectuales, intolerancia a lo divergente y alergia al diálogo. Incapaz de comprender el mundo que le rodea, asume la simplicidad por regla y rechaza argumentos que le permitirían cometer sus propios errores con certero criterio personal, es decir, con libertad.
Por decreto de sus señorías
«Hueco» no hay por decreto de sus señorías, pero necesidad e interés social en lo referente a las humanidades, sobra. No lo digo yo. Lo dicen, lo gritan, hechos como el éxito incontestable de un libro como El infinito en un junco, de Irene Vallejo, o la demanda de reflexión y conocimiento en el ámbito de la ética que sacude a organizaciones de todo tipo, a la propia administración pública o a individuos que necesitan saber qué hacer y cómo decidir hacerlo en ese espacio en el que técnica y ciencia, sencillamente, enmudecen.
Esa pelea contra el embrutecimiento, esa lucha denodada por ampliar horizontes vitales y existenciales, esa necesidad de poner palabras precisas a lo que pasa, esa educación de la estimativa (viejo nombre de la capacidad de elegir lo estimable y explicarlo) es la que permite (o no) sostener sociedades democráticas. La democracia no es sino un frágil equilibrio sostenido en el acuerdo y la palabra, en la ley razonada y razonable, legítima y justa. Requiere ciudadanos.
Y, precisamente, lo que las humanidades en general, la filosofía en particular y la ética aportan, es el desbrozamiento del tupido camino que permite tal alarde. ¿Será que ese destrozo educativo tiene relación con esa erosión democrática ya tan manifiesta? ¿Será que hay intención en ella, además de dejadez y cinismo? ¿O es que se cumple la tercera ley enunciada por Cipolla y se toman decisiones que no solo no benefician a nadie, sino que incluso perjudican a quien las toma?