Peru Sasia y Galo BIlbao

Es difícilmente discutible que cualquier organización, pública o privada, necesita valorar de la manera más fiable posible los resultados -obtenidos o esperados- de sus decisiones de gestión. Cualquier política, estrategia o proyecto, precisa de indicadores de impacto cuantitativos, contrastables, trazables… que sirvan para justificar a priori su pertinencia y, a posteriori, su eficacia y eficiencia. Mediante el uso de métricas correctas, la organización estará en mejores condiciones de evaluar en qué medida el objetivo perseguido ha sido alcanzado, para así poder decidir entre diferentes alternativas y aprender de sus éxitos y fracasos.

A pesar de su indiscutible utilidad, o más bien debido a que es precisamente la utilidad lo que se persigue evaluar, es importante tener en cuenta algunas consideraciones que surgen en cuanto incorporamos una mirada ética sobre esta cuestión. La primera de ellas, que resulta bastante obvia si nos paramos un momento a pensar, es que la elección de lo que una organización quiere medir remite inmediatamente a aquello que esta considera valioso. Es la organización la que decide si su objetivo es crear valor para el accionista, reducir el déficit, crear empleo, acompañar procesos de inserción, formar profesionales con determinadas competencias o disminuir la huella de carbono de sus actividades. Y son precisamente estas decisiones, no lo olvidemos, las que condicionan lo que la organización mide y evalúa.

La segunda consideración es que, dicho de forma llana, lo que valoramos y lo que es valioso no tienen porqué coincidir. En estos tiempos de expulsiones y exclusiones en los que en capas muy significativas de nuestra vieja Europa “lo nuestro” y su protección se han convertido en valores prioritarios en la escena política, esta distinción resulta especialmente relevante. Resulta un imperativo ético incorporar a aquello que valoramos un elemento esencial: lo valoramos porque es valioso en sí mismo para el conjunto de la sociedad. Valioso porque reconoce la dignidad de los más débiles, incorporando los derechos humanos como horizonte. Porque queremos que sea precisamente sobre esos valores -éticos- sobre los que queremos que nuestras sociedades se construyan.

Una tercera consideración hace referencia a la necesaria distinción entre valores-medio (orientados a la consecución de un fin valioso) y el valor-fin en sí mismo, el que, como organización, queremos perseguir más allá de las circunstancias del momento concreto. Elegir los medios más adecuados, anticipar y verificar sus consecuencias, revisar su eficacia y moralidad, definir las líneas rojas que no queremos -no debemos- traspasar se convierten en retos -éticos- del día a día, que muchas veces, por supuesto, adquieren una forma marcadamente económica, en términos de la sostenibilidad del propio proyecto, pero que, no lo olvidemos, nos proyectan al largo plazo y nos sitúan dentro del conjunto de la sociedad.

Una cuarta consideración surge al reconocer otra interesante posibilidad que ofrece la correcta elección y utilización de herramientas de medición del impacto: medir y comunicar de forma clara y contrastable también permite favorecer dinámicas de interacción capaces de conectar a la organización con la sociedad en la que opera y sobre la que generan impactos sus proyectos, políticas o estrategias. Desde esta perspectiva, no es tan importante el hecho de medir, que puede considerarse un problema de naturaleza esencialmente instrumental, cuanto el contenido fundamental de aquello que, por ser considerado valioso, ha sido sometido a evaluación. La transparencia, en este contexto, no se puede entender como un fin en sí misma, sino que se convierte en un medio favorecedor de dinámicas de rendición de cuentas que permitan contrastar lo que el sujeto en cuestión -empresa, administración pública, organización de la sociedad civil- considera valioso, aquello por lo que reivindica su legitimidad social.

No me resisto a acabar esta reflexión sin hacer un breve apunte sobre una noticia que aparecía recientemente en un conocido medio de información económica. El titular decía: “Invertir en alcohol, tabaco y casinos renta más que los fondos éticos”. En el cuerpo de la noticia se ofrecía información sobre las rentabilidades -económicas- de dichas inversiones, confirmando la afirmación del titular. Sin profundizar demasiado, ni siquiera intentando juzgar el valor social de esas actividades financieramente victoriosas, lo que merece la pena resaltar al hilo de las breves reflexiones que comparto aquí es lo que supone de toque de atención para todos aquellos entusiastas esfuerzos orientados a demostrar -con métricas rigurosas- que la ética es económicamente rentable, como el gran argumento que debería movilizarnos a abrazar la ética también en las actividades económicas por ¿su valor?. Quizás debamos transitar otros caminos para argumentar sobre la pertinencia de la ética…

Una última consideración: a quienes nos dedicamos a enseñar y aprender ética en el espacio universitario, este asunto de las métricas nos desafía también de forma directa, en el contexto imparable de competencia al que se enfrenta el cada vez más mercantilizado ámbito del conocimiento. ¿Cómo evaluar la eficacia de enseñar ética en la universidad? ¿es siquiera posible? ¿qué podemos medir: conocimientos, comportamientos,…? Preguntas para cuya respuesta es imprescindible, en primer lugar, plantear un análisis detallado de su propio sentido y formulación, y que dejaremos para otra entrada de este blog…


La métrica y la ética. Artículo completo en PDF