Peru Sasia y Galo Bilbao
A lo largo el curso, en cualquiera de sus momentos (al comienzo o al final, cuando lo estamos preparando, en el fragor de su desarrollo o cuando estamos emitiendo las calificaciones), surgen permanentemente preguntas relacionadas con la evaluación de las asignaturas de ética cuyo mero planteamiento nos muestra dificultades de esas que, intuitivamente, percibimos que necesitan algo más de profundización: ¿qué supone suspender o aprobar ética? ¿tiene que ver con ser mejor o peor persona, con saber más o menos filosofía moral, con haber evolucionado en nuestra capacidad de entender qué significa incorporar la perspectiva ética a nuestro pensamiento, y a nuestras acciones…?
En estos momentos, vuelve a ponerse de manifiesto que la enseñanza de la ética se enfrenta a sospechas de muy diverso tipo. Por un lado, en la medida en que incorpora un conocimiento de contenido filosófico, escuchamos con frecuencia de nuestros alumnos aquello de «todo esto es muy teórico». En el otro extremo, se puede sospechar que, bajo la excusa de una labor docente, lo que de verdad se esconde es un más o menos velado interés de adoctrinar moralmente.
Para alejarse de estos extremos es necesario entender que aprender ética implica acompañar en un proceso en el que la persona vaya adquiriendo competencias y saberes en tres dimensiones. En primer lugar, un saber teórico capaz de responder a la pregunta: ¿qué es la ética?, para cuya respuesta es necesario incorporar, al menos someramente, conocimientos de otros saberes como la antropología, la psicología, la sociología, o la biología.
Una segunda dimensión es la que podríamos llamar el saber ético-filosófico en sí mismo. Una disciplina académica que cuenta con sus propios métodos, un lenguaje específico y del que es posible reconocer una historia de avance investigador colectivo que ha creado escuelas de pensamiento de enorme influencia. Es importante recordar a los alumnos que varios miles de años de pensamiento humano no pueden borrarse de un plumazo con un «esa será tu opinión. Sin embargo, a mí me parece que…» que no esté suficientemente enriquecido y contrastado con el de muchas otras personas que han venido pensando sobre cuestiones éticamente relevantes durante toda la historia de la humanidad.
Finalmente, la tercera dimensión es la que podríamos llamar de saber en acción, que atiende precisamente al cómo nos comportamos ante dilemas éticos, cómo actuamos como sujetos morales. Es importante resaltar que este aprender a tomar decisiones éticamente orientadas se asienta en las dos dimensiones anteriores, conformando en espacio en el que todas ellas se implican y enriquecen mutuamente.
En este sentido podríamos decir que la enseñanza de la ética aspira, por lo tanto, a que las personas sean capaces de:
reconocer los conflictos éticos en las diferentes situaciones de la vida personal y profesional, y discernir críticamente las diferentes opciones de comportamiento, usando los conceptos, principios y procedimientos propios de la racionalidad de este saber para tomar decisiones éticamente conformadas.[1]
[1] Esta es precisamente la formulación de la competencia “Racionalidad ética”, tal y como la proponemos desde el Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto.