Peru Sasia y Galo Bilbao
En el recorrido que vamos haciendo en el abordaje de la evaluación de la ética, todavía queda pendiente la pregunta evaluativa: ¿qué hemos (y podemos, lógicamente) de medir para poder evaluar la asignatura de ética en la universidad? Teniendo en cuenta lo esbozado hasta ahora en estas líneas, parece fácil concluir que una vez producido un proceso formativo en condiciones satisfactorias se podrían constatar tres resultados: en primer lugar, algún tipo de cambio (cualitativamente positivo, por supuesto) en el ámbito de pensamiento del alumno; en segundo lugar, también una mejora, en términos éticos, en el comportamiento del mismo sujeto y, en tercer lugar, y como consecuencia de ambos cambios, un impacto social positivo, por pequeño que nos parezca.
Si esto es cierto, podemos concluir que es posible y necesario evaluar aspectos muy diferentes en el proceso de enseñanza-aprendizaje de la ética en el ámbito universitario, como son:
– el propio proceso formativo que definimos y llevamos a cabo: ¿cómo se produce? ¿cómo se recibe y asume por el alumnado? ¿qué aspectos del mismo demandan cambios y mejoras?;
– el aprendizaje en el sujeto: cambios constatables y perceptibles en el pensamiento (análisis, deliberación, argumentación justificadora… del alumnado)
– por último, el impacto tanto en términos de actuación (cambios comportamentales) que provoca en el propio alumnado como de resultados o consecuencias que todo ello genera en su contexto más o menos inmediato, desde lo interpersonal a lo más social.
No es necesario renunciar a ninguno de estos terrenos para constatar que el que mejor puede ser trabajado, comprobado y por tanto valorado en el contexto de la asignatura es el del pensamiento, es decir, priorizar la evaluación de la racionalidad ética del alumnado. En ella pueden distinguirse al menos tres ámbitos susceptibles de ser calificados:
– El conocimiento de los contenidos específicos de la ética, es decir, tanto sus categorías y conceptos básicos (justicia, conciencia, libertad…) como los modos como han sido formulados a lo largo de su historia (escuelas y corrientes), proponiendo al alumnado ejercicios de comprensión, identificación, exposición, relación, etc.
– Las capacidades analíticas, deliberativas y justificadoras que acompañan a la toma de decisiones en situaciones problemáticas desde la perspectiva éticas, sometiendo al alumno a la realización de ejercicios prácticos (como, por ejemplo, la resolución de casos).
– La sensibilidad moral del alumno, es decir, su capacidad para identificar problemas de carácter ético en todo tipo de situaciones cotidianas, de la vida personal o social y, sobre todo, profesional. Nuevamente tanto la propuesta de situaciones o casos para su análisis como la demanda de formulación de los mismos pueden ser modos de constatar esta competencia.
Respecto a otros aspectos importantes en la enseñanza de la ética como los cambios actitudinales y comportamentales en el alumnado que hemos apuntado anteriormente, debemos admitir que son muy difícilmente evaluables en el ámbito académico, dado que dichos cambios se manifiestan temporal y espacialmente fuera del proceso formativo principalmente. Sin embrago, constituyen un espacio especialmente fértil para plantear numerosas oportunidades que sirvan para incorporar de forma trasversal la ética en otros momentos formativos (como la elaboración de proyectos de fin de grado y algunas asignaturas que proponen dinámicas prácticas específicas).
La métrica y la ética. Artículo completo en PDF