Peru Sasia y Galo BIlbao
Pregunta retórica, podría pensarse tras lo desarrollado en este blog hasta este punto, sobre todo si se plantea desde un Centro como el nuestro (de Ética Aplicada) en cuya misión se incluye la enseñanza de la ética en la universidad como uno de los elementos fundamentales. Sin embargo, aunque se prevea una -esperamos consistente- respuesta afirmativa a la pregunta, es necesario atender a razonables objeciones sobre la posibilidad de enseñar ética en la universidad. La primera nos alerta sobre el hecho de que, si bien es difícil dudar que construirnos moralmente suponga un proceso de aprendizaje, esto no significa que procesos formales de educación ética supongan impactos significativos en este proceso, y mucho menos en etapas tan avanzadas como las propias de los estudios universitarios. La segunda, nos recuerda que respondemos como enseñantes al deber de respeto máximo a la autonomía de los estudiantes y que los esfuerzos orientados a influir en su orientación moral pueden atentar contra esta autonomía.
Otros obstáculos propios del espacio universitario vienen a completar un panorama ciertamente exigente para la tarea de la enseñanza de la ética en este contexto. Uno de ellos es, sin duda, la creciente mercantilización del mercado del conocimiento, del que no escapan las propias universidades, obligadas a mostrar su eficacia en la formación de personas con las competencias que requiere el mercado laboral. A la dificultad ya apuntada de medir adecuadamente las competencias de carácter ético, se le une el escaso interés por dicha competencia en muchos de los procesos de selección profesional y trae como consecuencia la minusvaloración del estudio de la ética, por considerarlo «una pérdida de tiempo».
Ante estas objeciones, lo primero que es necesario recordar es que, a lo largo de la historia, las instituciones educativas han sido mucho más que meros proveedores de competencias que la sociedad necesita. El modelo de persona que se pretende construir no es un elemento externo a la universidad, sino que esta se constituye en agente activo en la definición de ese modelo. Los cambios -tan rápidos, tan radicales- que acontecen en estos tiempos no solo exigen que la universidad se adapte a ellos. También nos exigen constituirnos en agente activo de esos procesos de cambio, aportando una propuesta sobre qué significa –o, mejor, debe significar- ser una buena persona, un buen ciudadano, un buen profesional. Y formando, es este proceso, personas que, insertadas en organizaciones de distinto tipo, sean capaces de responder críticamente a esos procesos de cambio.
En estos tiempos, este reto adquiere resonancias especiales. Formar profesionales que el mercado necesita se convierte en un condicionante que es difícil ignorar, tan siquiera matizar. La demanda de servicios educativos impone criterios muy exigentes sobre contenidos, metodologías, certificaciones, rankings… que estrechan muchísimo el campo de juego para el desarrollo de competencias que, a priori, no resultan «útiles» al mercado. Apostar por un modelo de profesional «competente» que, junto a la excelencia técnica, incorpora competencias éticas que le hacen mejor profesional supone una apuesta, una decisión, que la universidad puede tomar conscientemente, posando su mirada no solo en el mercado, sino en la sociedad en su conjunto. Un reto que va mucho más allá de la definición de los programas y la incorporación de asignaturas específicas y que interpela a ámbitos muy diversos de la misión de universidad como el investigador, el de trasferencia de conocimiento, la interacción con distintos agentes sociales -empresas, administraciones, sociedad civil…- o la propia gestión de la organización.
Un reto que se afronta desde la firme apuesta de la universidad por crear sociedades mejores, revisando críticamente el contexto que le viene impuesto y tratando de reforzar su condición de agente de cambio social. La enseñanza de la ética supone, desde esta perspectiva, un elemento más en esa apuesta, pero se convierte, asimismo, en su dificultad, en un factor dinamizador de la vida universitaria y de la propia universidad, evitando aceptaciones acríticas de lo que nos viene dado.