Hace más de veinte años, el sociólogo francés Pascal Bruckner ofrecía en su libro “La tentación de la Inocencia” un sólido diagnóstico de nuestras sociedades contemporáneas, a las que caracterizaba de estar compuestas por personas tentadas por “… una especie de estado de gracia que despoja a los individuos de la pesada carga de la responsabilidad…”. Un signo distintivo de estos tiempos que vivimos, decía el autor ya en 1996, es que no solo nos declaramos no-responsables, sino víctimas o, en todo caso, inocentes. Mejor aún, “víctimas inocentes” de todo aquello que ocurre, es decir, de todo.
Han pasado bastantes años desde entonces y, sin embargo, buena parte del diagnóstico aún prevalece. En este tiempo, se ha producido una auténtica revolución tecnológica, que ha transformado completamente la forma en la que nos comunicamos, consumimos, aprendemos, trabajamos… Todas esas transformaciones nos mueven a preguntarnos hoy por el papel y la naturaleza de las tecnologías como agentes morales o, dicho de otra manera, la medida en la que podemos responsabilizar a las tecnologías de los bienes o males que su propia existencia o su incorporación masiva en nuestras sociedades puede traer.
Ante estas preguntas, hay una primera manera de responder: no hay tecnologías buenas o malas, todo depende del uso que hagamos de ellas. Respuesta que viene acompañada de algunos ejemplos contundentes: pensemos, por ejemplo, en un cuchillo…
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas, y es necesario avanzar un poco más en la reflexión si queremos entender -y, lo que es más importante, responder- a los retos morales que la revolución tecnológica trae consigo. Resulta evidente que el momento en el que podemos asignar la bondad o maldad se desvela precisamente en la acción. Pero no es menos cierto que esa manifestación -esa acción, en este caso el uso de la tecnología- viene siempre precedida de la deliberación y ambas, deliberación y acción, se realimentan continuamente en un proceso propio de la razón humana que no es en absoluto lineal. Para el caso que nos ocupa, es importante no olvidar asimismo que, a pesar de que el contexto de rapidación al que nos referíamos en una entrada anterior pueda invitar a pensar lo contrario, tampoco es una deliberación que se manifiesta tan solo en conexiones temporales de corto alcance (pienso ahora y actúo inmediatamente, muchas veces compulsivamente), sino que se va decantando en fases de deliberación-acción en la que participan muy diferentes agentes sociales y que remiten a diferentes etapas del proceso de creación tecnológica, como son la planificación política de las líneas prioritarias de I+D, las prioridades que impone el mercado, la definición de los marcos regulatorios o todas las decisiones implicadas en la gestión del ciclo de vida de los productos.
Desde esta perspectiva, que podemos considerar la genuina perspectiva ética, debemos analizar y entender el lugar social de las tecnologías de una manera mucho más completa, alejándonos de la tentación de la inocencia tecnológica que sitúa en el ámbito individual y en el momento del uso, toda la carga moral. Una simplificación que permite, con la coartada de la normalización sociológica -todo el mundo lo hace-, reivindicar la eliminación de buena parte de la necesaria deliberación ética en el ámbito tecnológico. Por el contrario, podemos decir que dicha comprensión nos permite realizar un análisis ético mucho más sólido y honesto con la realidad, que nos lleva a cuestionarnos de forma crítica (huyendo de catastrofismos, pero también del optimismo tecnológico desaforado) la forma en las que las tecnologías (su propia existencia) está afectando al tejido moral de nuestras sociedades. Dos son al menos las direcciones en las que es necesario orientar el análisis.
En primer lugar, podemos preguntarnos si una determinada tecnología nos cambia, por la medida en la que se construyen o profundizan, mediante su uso generalizado, determinados valores individuales y colectivos. En este sentido, podemos recordar de nuevo la inmediatez de la que hablábamos en una entrada anterior de este blog, y sus efectos en la manera en cómo nos comunicamos, debatimos, opinamos, aprendemos… o el efecto de la inmensa capacidad de registro que Internet ha traído y sus consecuencias en determinados derechos. Podemos asimismo pensar en otros cambios de naturaleza más sistémica, como puede ser la creación de nuevos modelos económicos, nuevos marcos normativos o nuevos sistemas de gobierno. Cambios todos ellos, no lo olvidemos, que se producen gracias a la propia naturaleza de la tecnología, aunque se manifiesten (como no podría ser de otra manera) cuando se usa de forma generalizada. Pretender que el reto ético respecto a estos procesos queda reducido a la decisión libre de cada individuo es, en el mejor de los casos, una simplificación de difícil justificación.
En segundo lugar, podemos analizar las relaciones entre las tecnologías y la sociedad en la que se implementan, y el mayor o menor control de esta sobre aquellas. En esta perspectiva, podemos pensar en tecnologías que resultan incontrolables (o, al menos, incontroladas en la práctica), que crecen y se desarrollan de acuerdo con inercias internas a la propia tecnología y que la sociedad no puede controlar y, lo que resulta más inquietante aun, cuya evolución no puede prever. Buena parte de la evolución de las TICs desde su diseño inicial responde, según muchos autores, a este fenómeno, que ha cobrado actualidad en los últimos tiempos con algunas declaraciones de relevantes protagonistas en el diseño y desarrollo de algunas herramientas cuya evolución e impacto social tras años de uso normalizado les ha hecho preguntarse sobre si debieron participar en dicho desarrollo. Esta perspectiva de análisis sitúa la pregunta por el control político de las tecnologías en un espacio nuevo en el que la propia evolución (muy rápida, no lo olvidemos) de algunas tecnologías desafía los instrumentos propios de las democracias modernas.
Podemos añadir más preguntas, pero las dejaremos para posteriores entradas. La irrupción de la Inteligencia Artificial y los retos éticos que ésta encierra, los derechos humanos en el mundo digital o las inercias que el mercado impone al desarrollo tecnológico son algunas de ellas. Insistamos de momento en que el análisis del lugar y el impacto social de las tecnologías no se puede simplificar hasta el absurdo con un ligero “todo depende del uso que le demos”. La tentación de la inocencia tecnológica es fuerte, pero no explica con suficiente claridad las responsabilidades, éticas y políticas, que enfrentamos académicos, responsables políticos, tecnólogos… y, por supuesto, todos nosotros como personas consumidoras (tantas veces acríticas) de la tecnología.