En los últimos tiempos, las apelaciones a la responsabilidad individual y colectiva de la ciudadanía se repiten, a modo de estribillo machacón, en la mayoría de los mensajes por parte de políticos y representantes institucionales. La alusión a la acción responsable y sus derivadas se han convertido en el foco del discurso que se dirige a la opinión pública.
Todos los gobernantes y mandatarios del planeta la han empleado en alguna ocasión en estos últimos meses, y la demanda se ha intensificado cuando hemos salido a la calle. Pero también han sido visibles las diferencias con las que cada sociedad ha respondido a ese llamamiento: unas, las orientales, con la obediencia; otras, por ejemplo las escandinavas, con un compromiso civilizado; y otras, las más sureñas, con un cierto desaire e indiferencia.
Podríamos entrar a valorar las causas primarias de esta reiterada petición –incapacidad de los gobiernos para afrontar una crisis sanitaria de tan inmensas proporciones, dejación de su propia responsabilidad, reparto de culpas en un futuro y previsible recrudecimiento de la pandemia-, pero no lo vamos a hacer.
Lo que parece quedar claro es que esta llamada generalizada a la responsabilidad ha colisionado frontalmente con la filosofía de vida de muchas sociedades y desentona en nuestro tiempo posmoderno, o como queramos llamar a este momento de la historia que nos ha tocado vivir. Un tiempo centrado en el ocio y el entretenimiento, que exacerba el hedonismo y en el que todo se gamifica porque, de lo contrario, parece aburrido.
El escenario de la nueva normalidad
El confinamiento y la posterior ‘nueva normalidad’ se dibujan sobre una ciudadanía que mayoritariamente necesita diversión y consumismo acelerado. Y aquí ha surgido el conflicto.
Cuando el pietista filósofo alemán, Immanuel Kant, consolidó el racionalismo, el ‘hombre’ –hoy diríamos persona– asumía el papel central en medio de la Ilustración. Y en su teoría, la libertad ejercida desde la conciencia –Kant denominaba ‘voz interior’– se erigía en la esencia de toda actuación humana. Una libertad individual que siempre vinculó a la responsabilidad. Una no tenía sentido sin la otra. La una respondía, limitaba, acotaba a la otra.
El período que transcurre desde la segunda mitad del pasado siglo hasta nuestros días ha desequilibrado la balanza hacia una libertad basada en el aquí y ahora, en alusión al Carpe Díem, que a su vez ha debilitado el ejercicio de la responsabilidad. La crisis de las grandes religiones monoteístas, la exaltación del relativismo y la pérdida de valores nos han despojado del caparazón moral con el que se fortalecieron las generaciones anteriores y nos han dejado a la intemperie.
Hoy las sociedades, los individuos, carecemos de un relato moral estable, y a la vez vivimos en un creciente individualismo. La crisis que estamos sufriendo en 2020 nos está demostrando que circulamos por la vida con una mayor fragilidad y en una cierta soledad existencial.
La responsabilidad es una respuesta racional ante algo que nos interpela y que va a repercutir en nuestro modo de actuación. Una actitud con la que tomamos conciencia de lo que hacemos, asumiendo también sus consecuencias. Pero la responsabilidad, una idea que como hemos señalado camina asociada a la de la libertad individual, también tiene su efecto en el mundo y las personas que nos rodean.
La responsabilidad es el hilo que conecta nuestras decisiones con los demás. Es la toma en consideración de que nuestros actos tienen una repercusión, directa o indirecta, en la vida de los otros. Esta pandemia lo evidencia porque nuestra acción responsable es a la vez un acto de solidaridad para con los demás.
La responsabilidad individual no goza de buena fama
La responsabilidad individual no goza de buena fama y se presenta devaluada. La norma carece de buena imagen y, como diría Lipovetsky, transitamos en la era del ‘crepúsculo del deber’. Probablemente, la responsabilidad no es un concepto de tinte progresista, sino más bien se sitúa en parámetros ideológicamente más conservadores. Pero es un ejercicio de madurez humana, de asunción de nuestras acciones y de que éstas construyen un tipo de sociedad determinado. Una persona que se siente y actúa responsablemente, aunque lo formule desde su libertad individual, lo está haciendo a favor de toda su comunidad. Para Levinas, ser responsable es el compromiso por el que cada uno se hace cargo del otro. Y por lo tanto, también supone sentirse afectado por lo que le pasa a ese otro (Losada, 2005).
El ejercicio y la práctica de la responsabilidad también se aprende y se adquiere. Y, cómo no, la educación se encuentra en la base de ese aprendizaje. Uno se apropia de los mimbres para ser responsable a través de la educación, a través de la interiorización de ciertos valores que le ayudan a discernir y actuar en conciencia en la edad madura. Como señala Hannah Arendt, la educación también asume su responsabilidad, porque para la filósofa judía educar es «asumir la responsabilidad del mundo», que se traslada al niño y al joven.
En esta coyuntura de emergencia y crisis se nos pide responsabilidad, escuchar a nuestra voz interior, para actuar en conciencia. Pero nuestra responsabilidad es frágil e inmadura. ¿Quién se ha preocupado de educar nuestra conciencia? ¿Alguien se ha preguntado si desde niños hemos sido capaces de armar de principios sólidos y solidarios nuestras decisiones? ¿Con qué instrumentos debemos responder a este llamamiento? ¿Quién nos ha enseñado a actuar responsablemente en libertad? ¿Qué importancia otorgan nuestras instituciones y nuestros gobiernos a la educación? ¿Qué papel juega en el sistema educativo y en el diseño del desarrollo curricular la formación en valores? ¿Tiene algún sentido apelar hoy a la responsabilidad de emergencia si no se ha cultivado durante décadas una responsabilidad sosegada y madura?
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.