Muchas personas sin hacer estudios sociológicos o politológicos y sin haber visto ni un solo dato empírico saben que los gobernantes aceleran las obras, las inversiones, las políticas y las ayudas cuando se aproximan las citas electorales. No es difícil encontrar testimonios que hablan sobre el incremento de la policía en la calle cuando se aproxima una elección local, de la bajada del ritmo de las multas de tráfico o del ejército de jardineros que ponen bonita la ciudad en año electoral. De hecho, es una creencia generalizada que los políticos en funciones incrementan su gasto público antes de las elecciones para mejorar su oportunidad de ser reelegidos (o su partido).

Los gobiernos locales son el nivel más cercano a los ciudadanos y sus políticas son las que los ciudadanos podrían percibir mejor, por lo que los políticos tienen a su alcance mayores incentivos para intentar influir en las intenciones de voto en este nivel territorial. Las teorías sobre los ciclos políticos mantienen que las políticas económicas de los gobiernos están influidas por el proceso electoral. Dentro de este marco, la teoría de los ciclos políticos presupuestarios propone que los políticos en funciones pueden usar políticas de gasto público para mejorar sus posibilidades de ser reelegidos. La evidencia empírica acumulada
también sugiere que los políticos intentarán terminar los proyectos antes de las elecciones
para evitar parecer ineficientes a los ojos de los votantes.

Los estudios que relacionan las políticas públicas con los ciclos electorales dan la razón a los que malpiensan sin datos. Seguramente será la razón por la que no hay evidencia de que los votantes sean sensibles a estos intentos de manipular el ciclo presupuestario. Los resultados sugieren que los gobiernos no obtienen beneficios por manipular el gasto antes de las elecciones. Los premios o castigos que reciben del electorado no están relacionados con los esfuerzos de última hora.

Con las campañas electorales sucede algo parecido. Han pasado de ser una parte esencial del sistema democrático a convertirse en un espacio que genera desconfianza entre una ciudadanía a la que no le gustan las campañas electorales y no disfruta comparando la calidad de los productos que le ofrecen. Además, crece el movimiento de ciudadanos que piden darse de baja de las listas que contienen las direcciones postales que se entregan a las formaciones políticas para que hagan envío de sus ofertas. La propaganda electoral genera malestar en los buzones. Y los estudios sobre los efectos de las campañas
electorales nos cuentan que su influencia es residual. En democracia es legítimo que se suspenda el interés general durante el mes que dura la campaña para que cada partido defienda sus intereses criticando duramente a la competencia. El problema es que se hacen dueños del centro de la pista los actores de los que más desconfía la ciudadanía, los partidos políticos. Y sus viejos rituales de movilización no ayudan a recuperar la confianza perdida.

Artículo publicado en El Correo (28/03/2023)

Braulio Gómez