Seguramente habrán escuchado alguna vez la expresión “la historia la escriben los vencedores”. Se trata de una frase que se atribuye, erróneamente, al filósofo alemán Walter Benjamin. No hay documento histórico que indique que Benjamin hiciese tal afirmación, aunque en su “Tesis sobre el concepto de historia”, y en concreto en la séptima tesis, cuando se pregunta con quién empatizan aquellos que escriben la historia su respuesta es inequívoca: con los vencedores. De ahí probablemente la confusión sobre una frase tan certera y, por otro lado, aún vigente. Benjamin escribía dicha tesis en 1939, un año antes de suicidarse y tras años de exilio forzado por la llegada de Hitler al poder. Escribía, de alguna manera, sabiéndose ya vencido por la historia.

Curiosamente, la séptima tesis sobre la historia de Benjamin está encabezada por una cita de Bertolt Brecht con la que finaliza su obra La ópera de tres centavos y que dice así: “Considerad lo oscuro y el gran frío de este valle que resuena de lamentos”1. Se trata del canto final donde Brecht trata de aligerar la carga de culpa sobre los pecados y maldades de los personajes, pues la vida, sugiere él, es muy dura en sí misma. Si se analiza con más detenimiento, se llega a la conclusión de que quizá hay más de causalidad que de casualidad en el hecho de que Benjamin comience esa séptima tesis con Brecht, pues el dramaturgo alemán supone un claro intento de dar voz sobre el escenario a personajes vencidos por la historia. Por las obras de Brecht desfilan mendigos (La ópera de tres centavos), la ciudadanía llana bajo el yugo del Tercer Reich (Terror y miseria del Tercer Reich y La evitable ascensión de Arturo U, esta última en forma de parábola), madres que tratan de sobrevivir en las condiciones inhóspitas de la guerra (La madre y Madre coraje) o prostitutas bondadosas (El alma buena de Sezuan). Pero Brecht no solo da voz a personajes de clase social de derechos esquilmados, ladeados por las clases poderosas, sino que por medio de una serie de estrategias de escritura y de puesta en escena (aquello que se llamó Verfremdung, habitualmente traducido de forma incompleta como “extrañamiento” o “distanciamiento”), permite al público tomar distancia y adoptar una actitud crítica y constructiva respecto a lo que se le muestra sobre el escenario. Brecht, por tanto, no se conforma con que el público pueda conocer historias protagonizadas por personajes de condición social baja que habitualmente no tenían espacio en el teatro, aboga también porque el público se cuestione las razones sociales y políticas por las cuales existe esa desgarradora diferencia de clases que se pone de manifiesto en sus obras. Por todo esto se considera a Brecht como uno de los grandes exponentes de un teatro social y político.

Esa lucha, pluma en mano, por promover un mundo más justo e igualitario que abandera Brecht, sin embargo, tenía un alcance inevitablemente limitado: Brecht como dramaturgo era quien decidía qué problemática social articular en sus obras y, en consecuencia, a qué grupos sociales dar espacio y voz. Es decir, no es que con Brecht las clases desfavorecidas en su conjunto tomasen la escena, sólo la tomaban aquellos grupos sociales que se interpelaban en las temáticas que Brecht abordaba en sus textos. El enfoque de Brecht, por tanto, aunque revolucionario y esencial para entender el teatro contemporáneo actual, guardaba margen para su expansión y radicalidad.

Este espacio aparentemente difuso fue atisbado por Augusto Boal con sorprendente clarividencia cuando años después desarrolló la idea del Teatro del Oprimido: un conjunto de ejercicios, juegos y técnicas teatrales que sitúa al espectador como protagonista activo de la acción dramática y que permite reflexionar sobre situaciones de opresión y proponer soluciones que las reviertan. Es decir, si Brecht delega en los personajes la gestión de las situaciones de injusticia social y política, Boal lo hace en el espectador, a quien le otorga la potestad de participar en la acción dramática para ensayar soluciones y proponer proyectos de cambio frente a problemas de opresión concretos. El director brasileño sintetizaba esta idea de forma elocuente: “Puede ser que el teatro no sea revolucionario, pero seguramente es un ensayo de la revolución”2.

Uno de los primeros ejemplos que comparte Boal sobre esta práctica trata un caso real que ocurrió en Perú en los años 70. En la ciudad de Chimbote, donde se situaba uno de los puertos pesqueros más importantes del mundo, trabajaba un muchacho de 18 años a quien el patrón le obliga a trabajar 12 horas al día de forma continua, como al resto de trabajadores. Boal ensayó esta situación de explotación como si fuera una obra de teatro: los participantes (Boal habla de participantes pues no es necesario ser actor profesional) interpretaban al muchacho, al patrón y al resto de trabajadores, y representaban una escena que evidenciaba el abuso laboral. Una vez expuesta la escena se invitaba a las personas del público a tomar el papel de cualquier personaje, con la intención de proponer soluciones al conflicto. De esta forma iban apareciendo sobre el escenario y en acción diferentes posibilidades: que los trabajadores trabajasen más lento, que trabajasen más rápido, que hiciesen una huelga o poner una bomba que reventase las máquinas. Una vez mostradas en acción estas opciones, después se analizaban y se discutía su viabilidad. Trabajar más lento conducía a que el muchacho fuese despedido por incompetencia, trabajar más rápido sólo implicaba que las máquinas se colapsasen, la huelga o poner una bomba tampoco parecía solucionar nada. Finalmente, alguien del público entró en la escena para proponer la formación de un sindicato, y tras ensayar la escena y discutirla después, público e intérpretes coincidieron en que ésta era la mejor opción para tratar de resolver este caso de despotismo laboral.

Para poner en duda esa opinión tan extendida de que el teatro (y el arte en su conjunto) no sirve para nada, el Teatro del Oprimido consiguió penetrar e incidir en la esfera política décadas después, cuando en 1992 Boal fue elegido vereador (miembro de la cámara legislativa de un municipio) en Rio de Janeiro. Durante los cuatro años que Boal ostentó su cargo, se organizaron diversos grupos de teatro que operaron en diferentes partes de la ciudad. Estas actividades teatrales permitían a la ciudadanía, a través del Teatro del Oprimido, debatir activamente sobre determinados conflictos de índole social, judicial o urbanística y proponer leyes de mejora. Como consecuencia de estas actividades se aprobaron trece proyectos de ley locales relacionados con diversos temas que abarcaban desde la discriminación sexual hasta la protección judicial de testigos.

Actualmente el Teatro del Oprimido es una práctica extendida internacionalmente donde las técnicas teatrales son herramientas para activar acciones transformadoras frente a las múltiples situaciones de opresión que suceden en diferentes partes del mundo. Richard Schechner, un astuto estudioso del teatro acertó a decir que “Boal ha conseguido lo que Brecht soñó: crear un teatro útil que resulte entretenido, divertido e instructivo”3. Podríamos añadir también que gracias a Boal hay espacios de resistencia teatral donde la historia no siempre la escriben los vencedores.

Borja Ruiz Osante

1 W. Benjamin. Tesis sobre la historia y otros fragmentos, México DF, Editorial Itaca, 2008, p. 41.

2 A. Boal, Teatro del Oprimido, Barcelona, Alba Editorial, 2009, p. 19.

3 Se trata de la cita que aparece en la contraportada de este libro: A. Boal, Games for Actors and Non-actors, New York, Routledge, 1992.