La metáfora escogida por el recientemente fallecido Zygmunt Bauman para describir la realidad social del momento que nos ha tocado vivir, parece no estar exenta de atractivo y acierto. Esa liquidez en la que todo fluye es lo bastante maleable como para cobijar todo tipo de contradicciones. No es nada fácil saber si ella misma las genera por su intrínseca carencia de límites, o bien éstas no son más que otro síntoma que la confirma. Sea como fuere, la sociedad líquida está transida de fuertes contradicciones.
Dos publicaciones recientes nos sirven para asomarnos a una de ellas. Por un lado, un texto en el que Steven Pinker mostraba que vivimos en el mundo más pacífico que se haya conocido jamás y, hace unos meses, a comienzo de este año, Zygmunt Bauman analizaba el lacerante problema de los refugiados y desplazados precisamente por razones violentas. Su planteamiento presenta el sentimiento generalizado de inseguridad ante la precariedad de nuestras posiciones sociales, al que se une la percepción de que la presencia de los extraños entre nosotros supone una amenaza real. Amenaza que se concreta en términos tanto de violencia manifiesta en atentados horrendos, como aquella otra que forma parte inherente a nuestras estructuras sociales.
El psicólogo cognitivo canadiense, profesor en Harvard, Steven Pinker, publicó el desconcertante Los ángeles que llevamos dentro. La tesis que propone es que vivimos en la época más pacífica de la humanidad, en la que menos muertes violentas se producen y con menos conflictos bélicos en marcha de toda la historia. Se apoya en una pléyade de datos y estadísticas que corroboran experimentalmente su aserto. Si bien es perceptible a lo largo de la historia (al menos la del mundo occidental) una cierta evolución en la disminución de prácticas violentas, no es menos cierto que Pinker no considera formas de violencia estructurales, ni de pobreza ni desigualdad. Tampoco recoge datos de conflictos bélicos en activo que arrojan más muertes a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del XXI que quizá modificasen el vigor de su enunciado.
Probablemente, el panorama mundial de la violencia, su visibilidad y su ejercicio se haya recrudecido en los últimos años de un modo imprevisible desde 2011, año de publicación del texto de Pinker. Es cierto que llevamos 67 años sin un conflicto armado entre las grandes potencias. No obstante, ese dato no implica que no pueda haberlo, como algunas de las tensiones internacionales desatadas desde el pasado mes de enero pudieran presagiar. Por ende, el dato de ACNUR que arroja un total de 65,3 millones de personas desplazadas forzosamente -por razones de violencia- a finales de 2015, en comparación con los 59,5 millones de doce meses ante, no es precisamente esperanzador.
Los refugiados que huyen de cualquiera de los conflictos bélicos activos ahora en el mundo no terminan de escapar de la violencia. Cuando no hay una frontera cerrada, una carga policial o un campo de refugiados con carencias abrumadoras en sus servicios esenciales, se topan con otra forma de violencia menos evidente pero más insidiosa. Zygmunt Bauman en Extraños llamando a la puerta lo explica con claridad. Su diagnóstico es que esos nómadas contemporáneos son testigos y portadores de malas noticias de todos los rincones del mundo. Mensajeros que, sin pretenderlo, resultan irritantes, exasperantes, porque su mera presencia manifiesta la terrible fragilidad y vulnerabilidad de nuestro bienestar y lo fácil que es perder la posición social que tanto nos ha costado alcanzar. En este ambiente, fruto de la interdependencia generada por la globalización y su ruptura de las barreras espacio-temporales, la posición de los políticos, que a su vez han visto enormemente mermada su capacidad de acción y decisión, es ambigua. Parecen ganar posiciones los discursos oportunistas que ofrecen el remedio de la securitización como pseudoantídoto, multiplicando la desconfianza, los mecanismos de exclusión y de expulsión a base de muros, policía, rechazo….violencia. Discursos que rompen sin escrúpulos los lazos de confianza y solidaridad universales que fundaron el proyecto político emancipatorio de la Modernidad y de Europa misma. Lamentablemente, la securitización no es un antídoto, es un placebo. Permite lograr y ejercer el poder, y funciona mientras alguien se lo crea a fuerza de repetirlo y contra toda evidencia empírica de su fracaso. Fracaso que alimenta el mito de la necesidad de la fuerza, simplemente y siempre impotente, incluso más impotente cuanto más fuerte. Es el mismo absurdo que se cuenta de Diógenes, quien un día fue visto haciendo rodar el tonel en el que vivía por las calles de su ciudad. Cuando le preguntaron qué estaba haciendo y por qué, respondió que al ver a sus vecinos tan ocupados parapetando con barricadas las puertas de sus casas y afilando sus espadas ante el inminente ataque de las tropas de Alejandro Magno, se le ocurrió que él también tenía que contribuir a la defensa de la ciudad.
Con sabiduría dice Bauman que esta crisis de humanidad no se resuelve ni multiplicando comunidades de referencia (siempre ficticias, siempre y por definición, excluyentes) ni tampoco fronteras. El único remedio, viejo conocido es la solidaridad entre todos los seres humanos. Una solidaridad que, obviamente, no se decreta ni se disfruta por anunciarla. Es una virtud -no solo un sentimiento- que se cultiva mediante la conversación, el diálogo y el encuentro. Manera de generar formas de vida compartida, pacíficas, cooperativas, centradas en impedir sufrimiento injusto. Carece de alternativa viable ni competidores: es inevitable que se den esos encuentros en este mundo en el que las fronteras exhiben toda su crueldad gratuita generando sufrimiento injusto y soslayable. Como sugería Oscar Wilde en un ensayo de 1891, la tarea de la solidaridad consiste en reconstruir nuestras sociedades de manera que se eliminen las formas de violencia estructural que generan refugiados. Única respuesta eficaz.