Terrorismo islámico, miedos y preguntas

La pandemia generada por el Covid 19 parece haber eliminado de nuestras vidas cualquiera de las demás preocupaciones. Y no es así. En octubre, y al grito de «Allahu Akbar», de nuevo fanáticos musulmanes sacudieron las estructuras laicas de Austria y de la república francesa (aun no recuperada esta del asesinato del profesor Samuel Paty). Mataron a tiros en Viena y degollaron a tres personas en la basílica de Notre Dame de Niza, un lugar especialmente dolorido, pues el 14 de julio de 2016 otro ataque islamista había dejado el terrible rastro de 86 muertos.

Recordemos que antes, bajo el mismo grito, entre noviembre y enero de 2015, fueron asesinadas en París 147 personas entre la sala Bataclán, la revista Charlie Hebdo y en un local kosher. Aquellos y estos asesinos tienen numerosos puntos en común. Uno es, evidentemente, su radicalización religiosa, pero no podemos olvidar otro punto, que sus autores han sido recibidos en el seno de Francia, algunos con ligazones históricas y culturales innegables, como en el caso de varios de origen tunecino. Brahim Issaoui, el asesino de Niza de octubre de 2020, y Mohamed Lahouaijej, quien asesinó en el Paseo de los Ingleses de Niza en 2016, compartían ese mismo origen.

En vez de mostrarse agradecidos a la patria que les abre su puerta, se han revuelto contra ella de forma especialmente cruel. ¿Cómo podemos explicarnos esto? Es evidente que el problema del terrorismo yihadista es muy complejo. No le son ajenos factores religiosos, pero también de geopolítica, como son las intervenciones francesas en África y también la peligrosa deriva del presidente turco Erdogan y sus intereses económicos en el mundo musulmán.

No obstante, no me parece menor la cuestión que tiene que ver, una vez más, con la ausencia de políticas comunes (el caso de la ayuda humanitaria a migrantes en el Mediterráneo es sangrante) con respecto a la integración de población extranjera en países de la Unión Europea.

Ausencia de sentimientos de pertenencia

Siendo todo ello cierto, no debemos ocultar que resulta preocupante la ausencia de sentimientos de pertenencia a Francia que presenta parte de la juventud francesa, nacionales franceses desde su nacimiento, que prefieren adherirse a la identidad de sus padres o abuelos e incluso a su expresión religiosa, explicitada ésta en casos tan terribles como los que hemos mencionado de la forma más extrema y cruel.  

Y es aquí donde surgen dos cuestiones fundamentales en el abordaje de esta situación. En primer lugar, la respuesta a la tensión entre sociedad laica y ejercicio libre de una religión. Y, en segundo lugar, la cuestión de la guetización, exclusión y falta de integración en las supuestas sociedades de acogida que se manifiestan en ‘zonas excluidas’ como son las banlieues de Grigny (precisamente donde creció Amedy Coulibaly, uno de los asesinos de Charlie Hebdo), Viry-Châtillon, la Grande Borne, Saint Denis o Aubervilliers..

Pero, y volviendo al tema que nos ocupa, cual es si existe relación entre la exclusión social y la captación en redes de radicalidad religiosa, sí resulta pertinente preguntarnos por los déficits de ciudadanía y conductas antisociales  que presentan muchos de estos jóvenes. Y es que es, en estos espacios urbanos segregados, en los que la exclusión social es la norma, en los que muchos jóvenes se debaten entre los modelos de comportamiento de sus familias y los de la sociedad francesa, adquiridos en principio durante su paso por el sistema educativo.

Etnocentrismo y relativismo cultural

Y es una tensión no siempre resuelta de forma positiva, que además no se ve en absoluto facilitada al estar unida, lamentablemente, a otras variables que no podemos desdeñar como son la pobreza y la falta de oportunidades. Carencias académicas, afectivas, familiares, amicales, económicas, de futuro, etc. Y en este humus fértil, estos jóvenes resultan muy vulnerables y son captados fácilmente, primero por pequeñas redes delincuenciales y luego por las organizaciones de captación yihadista.

Todos estos conceptos y reflexiones se están debatiendo en este momento en los estados que conforman la UE, y son muchos los que coinciden en señalar que los principales enemigos de la integración y de una correcta comunicación intercultural son dos y no saben de corrientes de pensamiento o de planteamientos políticos, puesto que en todas ellas se suelen evidenciar. Nos referimos al etnocentrismo y el relativismo cultural (Prieto, J. 2012, p. 71).

Ante estas dos disyuntivas extremas, y es evidente que existe una vía intermedia, quienes estudian el paradigma intercultural [1], entre los que destaco a Giménez Romero C. (2002) gran defensor de este planteamiento, recomiendan no perder un referente claro, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sabemos que es un constructo occidental, pero no hay, por el momento, un planteamiento ético que pueda sustituirlo para discernir entre lo tolerable y lo intolerable de la aceptación intercultural.

Y es que no todos los aspectos de una cultura deben ser respetados si cruzan la línea roja de los DDHH. Y si no nos es posible aferrarnos a un referente así, será muy complicado, no seamos ingenuos, redefinir nuestras sociedades desde una óptica intercultural. Sami Naïr lo dice constantemente, la interculturalidad no es sino humo o mero folclorismo si no nos lleva a ese lugar común que es la ciudadanía.

Referencias:

  • Giménez Romero, C.: (2002) Críticas al multiculturalismo, Revista Temas para el debate.
  • Prieto, J.: (2012) Paseando por el gueto. Refugios y violencias, Vitoria, Eusko Jaurlaritza-Gobierno Vasco.

[1] Los términos multicultural e intercultural, que se aplican a la sociedad presentan diferencias notables. Teresa Aguado (1991) nos explica que el término multicultural se refiere al hecho de que muchos grupos o individuos pertenecientes a diferentes culturas vivan juntos en la misma sociedad, mientras que el término intercultural supera el anterior al añadir un hecho fundamental: que los individuos o grupos diversos se interrelacionan, se enriquecen mutuamente, y son conscientes de su interdependencia (Leurin, 1987, citado por Aguado, 1991).

Foto de Miguel Discart