En agosto del 2008 el mundo asistía a la invasión de Georgia por parte de Rusia y al reconocimiento de las dos repúblicas autoproclamadas de Abjasia y de Osetia del Sur. ¿Se trataba de una reacción por parte de Moscú a lo que se percibía como amenaza de extensión de la OTAN tras la cumbre de Bucarest de abril de ese mismo año, donde se abrió la puerta a una futura membresía de Ucrania y Georgia? ¿O era una mera expresión de expansión imperialista que exigía una mayor firmeza? El debate quedaba servido. Un segundo suceso, esta vez antecedente inmediato de la tragedia a la que estamos asistiendo mostraba un patrón similar: Rusia se anexionó Crimea en marzo del 2014 y apoyó en los meses siguientes a dos nuevas repúblicas autoproclamadas en la región oriental del Donbás (Ucrania): las Repúblicas Populares de Donetsk y de Lugansk. Precisamente, justo antes, en diciembre del 2013, estalló el Euromaidán en reacción de parte de la población ucraniana contra la decisión del presidente Viktor Yanukóvich de no firmar el Acuerdo de Asociación (AA) con la Unión Europea (UE) dentro del marco de la Asociación Oriental (EaP en sus siglas en inglés); tras ser derrocado, el nuevo curso pro-europeo alejó a Ucrania de aquello a lo que Moscú aspiraba: la incorporación de Ucrania al proyecto de Unión Eurasiática. De nuevo se imponía la pregunta: ¿reacción de Moscú ante una expansión de occidente (esta vez de la mano de la UE) que atentaba contra lo que desde Rusia se percibían como intereses vitales? ¿O expresión de imperialismo que, de nuevo, exigía una mayor firmeza por parte de occidente? El debate que abren estos dos episodios no es un debate que exista en el vacío, pues se viene fraguando desde que Rusia manifiesta su oposición a la expansión de la OTAN, argumentando que con ello, occidente contraviene las promesas hechas de que el fin de la Guerra Fría sería un fin sin vencedores ni vencidos y que se pondría fin a la política de bloques. Este era, efectivamente, el espíritu de la Cumbre de París de 1990 por la que la Conferencia de Seguridad y Cooperación de Europa (CSCE) se convertía en la Organización de Seguridad y Cooperación de Europa (OSCE). Sin embargo, no habiendo habido una clara promesa por parte de los EEUU de que la OTAN no se expandiría hacia el este, Washington puede perfectamente aducir que la expansión se realizó con el acuerdo de los nuevos estados miembros, sin violar el espíritu de las declaraciones de las cumbres de la OSCE en Estambul (1999) y Astaná (2010), donde se manifiesta la plena libertad de orientación en política exterior de los países miembros de la OSCE, y habiendo acordado marcos de cooperación con Rusia tras las dos principales rondas de expansión, con la creación del Acta Fundacional OTAN-Rusia de 1997 y el Consejo OTAN-Rusia en el 2003. La legitimidad jurídica de la OTAN se contrapone, al menos en este escenario, a la violación de la soberanía de Georgia y Ucrania por parte de Rusia. Y sin embargo, tanto el malestar profundo que Rusia nunca ha dejado de manifestar frente a las ambiciones expansivas de la OTAN como la concatenación de los detonantes aparentes en las crisis anteriores, donde parece claro que no solo Georgia, sino principalmente Ucrania, son líneas rojas para Moscú (pues no es solo la OTAN, sino la UE la que parece verse como un sujeto hostil toda vez que entra en juego la integración desde Kiev dentro de cualquier esquema occidental), parecen apuntar a que el tercer episodio que estamos viviendo en estos momentos responde igualmente a un patrón de revisionismo, atroz por su flagrante violación del Derecho Internacional y su desprecio a los DDHH, pero reactivo, por parte de Moscú. ¿A qué respondía esta vez Rusia cuando tomó la funesta decisión el 24 de febrero de invadir Ucrania? El trasfondo seguramente sea el no cumplimiento por parte de Ucrania de los primeros pasos que preveían los Acuerdos de Minsk sobre descentralización territorial, mientras que los detonantes parecen más oscuros: ¿temor al retorno de una administración demócrata en Washington de la mano de Joe Biden? A fin de cuentas, en verano del 2021, la OTAN otorgó a Ucrania el estatus de «Enhanced Opportunities Partner»…¿Persecución del político-oligarca Viktor Medvechuk, cercano a Putin en lo personal y de orientación prorrusa en lo político, y principal líder de la oposición en Ucrania, por parte del gobierno de Volodimir Zelensky? Ello podría haberse visto como prueba definitiva de que el gobierno de Zelensky no se iba a comprometer con los acuerdos de Minsk… ¿Miedo a que una Ucrania armada con los efectivos drones turcos Bayraktar, que tan buen desempeño le aseguraron a Azerbaiyán en su última guerra contra Armenia, se viera tentada a retomar el territorio ocupado por las repúblicas autoproclamadas prorrusas?… Es muy posible, al igual que es posible que tuviesen que ser estos tres factores juntos los que determinaron que el 17 de diciembre Putin elevase las siguientes tres exigencias a la OTAN: 1/ comprometerse a no expandirse más hacia el espacio post-soviético; 2/ replegarse militarmente hasta las fronteras de 1997, fecha de la primera gran expansión; 3) comprometerse a no desplegar misiles en las fronteras de Rusia. Los EEUU se abrieron a discutir algunos de los puntos relativos a despliegues militares, pero a la vista del desarrollo de los acontecimientos, esto no apaciguó lo suficiente a Rusia, asumiendo que realmente, a estas alturas, desease un diálogo genuino. Llegados a este punto, en el que se ha intentado esbozar una respuesta a la pregunta implícita de «¿cómo hemos llegado hasta aquí?», nos queda intentar responder a la pregunta que se vuelve realmente pertinente en estos momentos: «¿cómo podemos salir de aquí y permitir que cese la tragedia humanitaria a la que el cruento belicismo de Moscú ha sometido a Ucrania?» los EEUU y la UE han optado por la presión máxima vía sanciones económicas y ayuda militar a Ucrania. Lo segundo, tremendamente arriesgado y que no tiene precisamente el potencial de aliviar los dilemas de seguridad de Rusia, está teniendo la virtud de elevar los costes militares de Moscú y con ello, quizá, forzarle a objetivos lo menos ambiciosos posibles. Lo primero, sin embargo, dudosamente logre disuadir a Rusia si realmente necesita salvar la cara con una cierta victoria en Ucrania. Es más, coadyuva a que las líneas diplomáticas se corten del todo y que Rusia se enroque con un miedo ahora aún más justificado de que occidente persiga derrocar al régimen de Putin (uno de los grandes miedos en el Kremlin desde las Revoluciones de Colores, sobre todo la Naranja de Ucrania en el 2004). Es dudoso que ello se logre. Es más, es muy posible que el régimen se refuerce con un giro totalitario acompañado de un alto grado de apoyo, como mínimo pasivo, de la población, y con una élite económica cada vez dependiente del patronazgo del Kremlin. Una solución diplomática en la línea de lo que se estuvo perfilando en las conversaciones en Turquía necesitará de la neutralidad de Ucrania, y se vería facilitada si la UE y los EEUU se involucrasen activamente en apoyar aspectos de compromiso, tal y como se hizo en el 2014 y 2015 con las conversaciones de Minsk; con las sanciones económicas con visos de endurecerse aún más, es dudoso, sin embargo, que las cancillerías europeas se avengan a perder la cara. Sea como sea, un acuerdo de este tipo supondría necesariamente una humillación para Ucrania, si bien posiblemente sea lo más sensato para poner fin a la contienda y alejar el espectro de una guerra a escala regional o global. Y sin embargo, si Kiev acabase aceptando un acuerdo aceptable para Moscú, habría de hacer frente a otro problema no menos espinoso: la difícil gobernanza ucraniana. La representación de Ucrania por parte del Kremlin como liderada por un régimen nazi perpetrando un inexistente genocidio contra los rusoparlantes es de una desvergonzada falsedad, pero ello no ha de ocultarnos el poder real de militantes y milicias de extrema derecha. El intento en el 2015 por parte de la Rada ucraniana de facilitar, según lo estipulado en los acuerdos de Minsk, un marco de autogobierno para las repúblicas autoproclamadas fue frustrado por violentos tumultos callejeros con gran protagonismo de militantes del partido de extrema derecha Svoboda. Esta sociedad incivil puede verse reforzada en los próximos meses si muchos de los miembros de las fuerzas territoriales ucranianas caen bajo la influencia de actores tales como el Batallón Azov y plantan cara a Kiev si optan por el irredentismo. Tristemente, según escribo estas líneas, es difícil vislumbrar un horizonte claro en medio de esta tragedia humanitaria.

Eric Pardo Sauvageot