Ane Bores.
A veces las peores cosas de tu vida pueden convertirse en las mejores, y las más pequeñas en las más grandes. Y si no, que se lo digan a Kathrine Virginia Switzer, nacida en Amberg (Alemania) y criada en Fairfax (Virginia, Estados Unidos), que pese a no poseer ningún talento especial para el deporte, comenzó a correr a la edad de 12 años, sin saber que sus pies la llevarían mucho más lejos de lo que ella pensaba. Y es que, ¿quién hubiera imaginado que tan sólo 8 años después, en la maratón de Boston de 1967, se convertiría en la primera mujer en correr oficialmente una maratón? Y que lejos de contentarse, ¿dedicaría toda su vida a crear oportunidades para las mujeres de hoy y las futuras generaciones?
Por ser un claro referente del deporte, de la igualdad y de la justicia social, la Universidad de Deusto otorgó a Kathrine Switzer el primer «Premio Deusto a los Valores en el Deporte». Un reconocimiento que la estadounidense recibió con suma gratitud y humildad, destacando la labor activa que la sociedad vasca realiza a favor de la inclusión de las mujeres en el deporte, y que la ha llevado en esta edición de 2020 a formar parte de su selecto jurado.
En su visita al campus de Donostia-San Sebastián, aprovechó para impartir una charla en DeustoForum Gipuzkoa, en el marco del ciclo «Pioneras – Emakumeak leman», donde habló abiertamente de sus experiencias personales y profesionales, dejándonos grandes lecciones de vida y recordándonos que “podemos cambiar muchas injusticias sociales, porque aunque sean pequeños cambios, siempre merece la pena”.
Las primeras semillas de inspiración
Era el verano de 1959 cuando Kathrine confesó a su padre su deseo de convertirse en animadora. Quería encajar entre sus compañero/as de instituto y sabía que aquel uniforme le otorgaría una popularidad con la que todos le respetarían. Pero el señor Switzer, comandante en el ejército de Estados Unidos, consciente de que era su responsabilidad motivarla a tener mayores aspiraciones, le dio a su pequeña Kathy la que quizás sea una de las más importantes enseñanzas de vida:
“La vida se trata de participar, no de mirar. Las “cheerleaders” animan a otras personas, y tú lo que quieres es que te animen a ti. Si corres un kilómetro diario de aquí a final de verano, no tengo duda de que serás la mejor del equipo de hockey”.
Y así fue. Aquellas palabras “mágicas” surtieron efecto, y padre e hija comenzaron a entrenar juntos. Unos duros y sufridos primeros kilómetros que, lejos de desalentarla, la dotaron de confianza, fuerza y seguridad, sensaciones que no acostumbrada a experimentar pero que la hacían muy feliz, llevándola a querer superarse hasta límites insospechados: “Aprendí que algunos días son fáciles, y otros imposibles. Lo cierto es que era una de las mejores jugadoras porque nunca me cansaba. Pero no fue pertenecer al equipo lo que me hacía sentirme bien, sino correr todos los días. No en sí por correr, sino por la realización personal que yo sentía al hacerlo; me sentía poderosa. Después de aquello, nada parecía tan difícil”.
Sin embargo, era consciente de que existían fuertes prejuicios sociales que impedían que las mujeres se dedicarán al deporte de manera profesional, por lo que a medida que fue creciendo, pensó que aunque no pudiera participar, siempre podría escribir sobre su pasión y contribuir así a dar visibilidad a los logros de las mujeres en el deporte: “Si puedes recibir educación y elegir un trabajo que te guste, será como si nunca tuvieras que ir a trabajar”. Así pues, decidida a convertirse en una grande escritora, comenzó a escribir artículos en el periódico del instituto, donde adoptó la firma K.V. Switzer, emulando a sus venerados J.D. Salinger, T.S. Eliot y E.E. Cummings. Un pequeño detalle que, en un futuro no muy lejano, resultaría clave para cambiar el curso de la historia.
Como quería recibir la mejor educación en periodismo que le permitiera obtener el pasaporte para trabajar en un mundo dominado por hombres, ingresó en la Universidad de Siracusa, considerada como la mejor institución en la materia de todo Estados Unidos. Para su sorpresa, el campus no ofrecía deportes para chicas. Así que, ante la evidente falta de oportunidades, no se resignó y decidió crearlas por sí misma. Fue a donde el entrenador del equipo masculino de atletismo y le preguntó si podría entrenar con ellos: “Se río y me dijo que sí, porque pensaba que no iba a aparecer. Pero claro que lo hice, porque las cosas solo suceden cuando apareces. A veces no consigues tener éxito, pero siempre aprendes algo”.
Estaba muy nerviosa porque temía ser rechazada, pero fue calurosamente bienvenida por todo el equipo, que no acostumbraban a ver a ninguna mujer entre sus filas. Una idea que especialmente entusiasmó a Arnie Briggs, el director del equipo de cross masculino: “Arnie era en realidad el cartero de la universidad, pero con 50 años y 15 maratones de Boston en sus piernas, tenía la suficiente experiencia como para ejercer de entrenador. Emocionado al ver a una mujer en el equipo, me tomó bajo su protección durante mi formación y comenzamos los entrenamientos. Cada noche corríamos varias millas por los alrededores de la universidad, algunas veces envueltos en tormentas de nieve. Mientras lo hacíamos, nos contaba historias de la Maratón de Boston, ¡y me encantaba escucharlas! Era el día más importante de su vida, en el que se sentía un auténtico héroe. Así que, como cuando los padres leen cuentos de pequeños a su hijos, yo crecí con las historias de los hombres legendarios del deporte, y pronto caí enamorada de la maratón”.
A mediados de diciembre de 1966, mientras realizaban uno de sus entrenamientos habituales, tuvieron una terrible discusión. Kathrine exclamó: “Dejemos de hablar de la maratón de Boston, ¡y hagámosla!”. Había sido un evento para hombres durante 70 años, y aunque ya habían corrido algunas mujeres antes, ninguna lo había hecho de forma oficial, llevando su propio dorsal. Arnie se enfadó mucho ante semejante propósito, ya que consideraba, como la mayoría de la gente de aquellos años, que la distancia de una maratón era demasiado larga para las frágiles condiciones físicas de una mujer. Sin embargo, ante la continua insistencia de su pupila, que argumentaba que al menos seis mujeres ya habían corrido la distancia de una maratón, pero que no habían recibido publicidad alguna por haberlo hecho sin dorsal, terminó por proponerle un trato:
“Si hay una mujer que creo que sería capaz de hacerlo, esa eres tú. Si me demuestras que eres capaz de correr los 42 kilómetros de la carrera, seré yo mismo el que te lleve a Boston”.
No fue para nada un camino de rosas. Estaba tan agotada de los duros entrenamientos que raro era el día que no se quedara dormida durante las clases de la mañana. Pero pronto su persistencia se vio recompensada, ya que aproximadamente un mes antes del esperado evento, Kathrine corrió la anhelada distancia sin que las fuerzas le flaquearan. Y ante semejante chute de endorfinas, lejos de conformarse, le propuso a un ya fatigado Arnie seguir hasta los 50 kilómetros: “Yo me sentía genial, como si cada día descubriese un mundo nuevo. Recuerdo que nos levantamos bien temprano porque nos iba a llevar todo el día. Empezamos a correr y Arnie me dijo que me veía muy bien, y la verdad es que me sentía genial, porque cuanto más corría, mejor estaba. Por eso, cuando terminamos, le propuse seguir un poco más, dudando de si habíamos medido bien la distancia de la maratón. Apenas quedaba un kilómetro para acabar y Arnie se iba hacia los lados, por lo que yo tiraba de él y le decía: ‘¡Podemos hacerlo!’. Cuando alcanzamos la línea de meta lo abracé y él se desmayó”.
Fue así como descubrieron que Kathrine podía correr durante largo tiempo y distancia sin cansarse, aunque nunca pudiera hacerlo con la fuerza y la velocidad de un hombre. Así pues, cuando el abatido Arnie recuperó el sentido, no pudo negar la evidencia de que las mujeres tenían un aguante de otro planeta. Con el poco aliento que le quedaba, no tuvo más remedio que dictar la sentencia final: “¡Nos vamos a Boston!”.
Boston, 1966: la carrera que lo cambió todo
Era el año 1966, víspera del primer movimiento de liberación femenina después del movimiento sufragista de 1926. Las mujeres empezaban a luchar por la igualdad de derechos en el ámbito educativo, mismas condiciones salariales en el lugar de trabajo, conciliación en el cuidado de niños, medidas para el control de natalidad, etcétera. Reivindicaciones que Kathrine también compartía, pero no así sus métodos:
“Estaba de acuerdo con todas esas cosas, pero no entendía por qué las mujeres tenían que invertir su tiempo sentadas en los sucios bares de Nueva York. La vida es mucho más enriquecedora que eso, y además, ¿qué necesidad había de invadir el espacio de los hombres? Nosotras podemos tener nuestro propio espacio independientemente del suyo. Por eso me sentía en conflicto con el movimiento”.
Pero pocas mujeres como Kathrine tuvieron la oportunidad de entender ya desde niñas que la vida no es un espacio de lucha entre mujeres y hombres, sino un lugar de encuentro en el que todas las personas poseen capacidades únicas independientemente del género, la raza o la orientación sexual que posean. Correr le había enseñado que la verdadera satisfacción no reside en ser el más rápido, sino en ser capaz de completar la distancia. Por eso ir a correr la maratón de Boston era para ella la mejor manera de demostrar que las mujeres también poseen capacidades extraordinarias para poder hacerlo, diferentes de las de los hombres, pero igual de valiosas.
Sin embargo, no bastaba solo con viajar hasta Boston y correr en la carrera. De hecho, el año anterior una mujer había saltado de entre los arbustos para poder entrar a correr sin ser interceptada, pero al no llevar dorsal no consiguió reconocimiento alguno. “Al igual que sucede con el derecho a voto, que es válido si eres capaz de rellenar la papeleta e introducirla en la urna, correr en la maratón solo cuenta cuando lo haces de forma oficial, llevando tu propio dorsal. Y tú necesitas contar para algo”, le aclaró Arnie.
Por eso, era vital que Kathrine rellenase el papeleo y se inscribiera oficialmente como corredora, pero para ello tenía que cumplir con las reglas de participación, algo que la inquietaba. Al comprobar que en el reglamento de la maratón de Boston no había referencia alguna acerca del género de los participantes, y que por tanto no estaba cometiendo ninguna ilegalidad, se atrevió a dar el paso y formalizó su inscripción bajo el nombre K. Switzer, inspirándose en la firma que venía utilizando ya desde sus años de instituto. Una coincidencia que le permitió pasar desapercibida, ya que obviamente los organizadores no sospecharon que tras esa inicial se escondiera el nombre de una mujer.
Y llegó el gran día en el que la vida de Kathrine y la de muchas mujeres cambiaría por siempre. Tras un largo viaje desde la Universidad de Siracusa, Arnie fue el encargado de recoger los dorsales, y no tardaron en aproximarse a la línea de salida: “Allí estaba yo con Arnie y mi novio, el jugador de fútbol americano Tom Miller. Fue genial, todos los corredores me dieron mucho apoyo. Exclamaban al verme ‘¡oh, es una chica!’, y me decían que deseaban que sus mujeres también corrieran. Arnie estaba muy contento, como un padre orgulloso sacaba pecho y decía: ‘Sí, yo la entreno’. ¡Era tan emocionante!”.
En palabras de Kathrine, “el mejor momento de una maratón es cuando no tienes que ganar y puedes disfrutar de los primeros momentos de alegría”. Una felicidad que en Boston tan solo le duró los dos primeros kilómetros, ya que pronto se convirtió en el centro de las miradas de las hordas de periodistas y fotógrafos que abarrotaban el camión de la cobertura informativa. Relataban lo insólito de la situación con frases del tipo “la carrera más famosa del mundo también atrajo a una esbelta mujer, K.V. Switzer, de Siracusa”, mientras no paraban de increpar a Jock Semple, el director de la carrera que también viajaba con ellos, que terminó por perder la paciencia y bajarse del camión:
“Corrió detrás de mí, agarrándome y gritando: ‘¡Lárgate de mi carrera y dame esos números!´. Estaba atemorizaba, tenía el rostro más feroz que yo jamás había visto, totalmente fuera de control. Y de repente, mi novio Tom le propinó un increíble empujón de costado, que le hizo volar y lo sacó de la pista”.
Así fue como, sin ni siquiera ser consciente de ello, Jock Semple regaló al mundo las instantáneas que se convirtieron en todo un icono de la lucha por los derechos de las mujeres. “Hoy en día no creo en ese tipo de violencia, aunque el oficial me estaba atacando. Tenía mucho miedo y pensaba que nos iban a mandar a la cárcel por haberlo pegado. Incluso pensé que lo podíamos haber matado. Arnie entonces me dijo: ‘¡Corre como el demonio!’, y corrimos lo más rápido que pudimos, mientras el camión de la prensa nos perseguía”.
Periodistas y fotógrafos buscaban a toda costa una posible explicación que diera sentido a aquello que estaban presenciando: “¿Qué estás tratando de probar?” “¿eres una sufragista?”, le espetaban sin dar crédito alguno. Ante aquel torrente incesante de interrogantes, ella simplemente respondió: “¿Qué? Solo quiero correr”.
Tras el miedo y desconcierto inicial, el camión siguió su curso y todo quedó en silencio. Los periodistas habían sido muy agresivos y crueles con ella, por eso en un primer momento sintió que quizás se había equivocado. Mientras oía la nieve caer, la idea de abandonar la carrera e ir a casa con su madre pasó fugazmente por su cabeza. Pero, en cosa de unos segundos, ese sentimiento de culpabilidad dio paso a la rabia, y entonces lo tuvo claro. Miró a su entrenador y le dijo:
“Arnie, creo que te puse en un gran aprieto. No sé cuál es tu postura en todo esto, pero si algo tengo claro es que voy a terminar esta carrera, aunque lo tenga que hacer a cuatro patas. Porque si no termino esta carrera, todos van a creer que las mujeres no pueden hacerlo, que no merecen estar aquí, que no son capaces. Dirán que cuando las mujeres intentaron hacer algo en un mundo de hombres no consiguieron hacerlo, como lo venían diciendo durante años y años. Tengo que terminar esta carrera”. A lo que Arnie le respondió: “De acuerdo, hagámoslo juntos. Tranquilicémonos y hagamos que suceda”.
Hasta entonces, la idea de correr largas distancias siempre había sido considerado cuestionable para las mujeres, porque según las convenciones sociales, practicando una actividad intensa éstas corrían el riesgo de desarrollar musculos, que les creciera bigote o vello en el pecho, o incluso que se les cayese el útero y no pudieran tener hijos. Unas ideas que K.V. Switzer tiró por tierra en tan solo 4 horas y 20 minutos:
“Una de las mejores cosas de correr largas distancias es que no puedes hacerlo estando enfadada, por lo que pronto se me pasó el disgusto. De hecho, durante la carrera me di cuenta de que no era culpa de Jock Semple, que él solo era un hombre de su época y que era mi responsabilidad y la del resto de mujeres demostrar que podía ser diferente. De hecho, tiempo más tarde, Jock y yo nos hicimos muy buenos amigos. Entonces, me enfadé con las mujeres, por no estar allí conmigo. Pero luego me dí cuenta de que si no estaban allí era porque tenían miedo; toda su vida les habían contado mitos absurdos y, para cuando llegaban a la veintena, se creían incapaces de conseguir algo. Por eso nunca habían soñado con hacer algo como correr una maratón, aprovechar una oportunidad educativa o intentar aspirar a un trabajo mejor, porque seguían creyendo aquello que les habían contado toda su vida”.
Cruzar la línea de meta marcó un antes y después en su vida, porque tal y como ella misma afirma, “empezó la carrera como una niña y la terminó como una mujer”, pero también supuso romper con los absurdos prejuicios sociales que encadenaban a las mujeres desde hacía demasiado tiempo: “No fue hasta alrededor de media noche, cuando estábamos regresando desde Boston a la Universidad de Siracusa, que nos detuvimos a tomar helado y café. Vimos los diarios de diferentes ediciones cubiertos con fotos, y entonces me dí cuenta de que esto era muy importante y que iba a cambiar mi vida, y probablemente podría cambiar la situación de las mujeres en el deporte”.
Y así fue. En 1972, 5 años después de la histórica carrera, se permitió oficialmente a las mujeres competir en la maratón de Boston.
Cruzando fronteras: de Boston al mundo entero
Una hazaña que la motivó a dedicarse en cuerpo y alma a la causa. Quería ser una mejor atleta y demostrar así que las mujeres también tenían habilidades únicas, por lo que siguió entrenando duro y logró incorporar nuevos triunfos a su medallero: ganó la maratón de Nueva York en 1974 y quedó segunda en la maratón de Boston de 1975, conquistando su mejor marca con un tiempo de 2 horas, 51 minutos y 37 segundos:
“Cuando trabajas duro, obtienes resultados. No tengo talento, pero tengo una enorme capacidad para el trabajo y estaba decidida a mejorar. Tenía curiosidad acerca de lo que mi cuerpo podía hacer y, a medida que mejoraba, la sensación de superar mi propia marca se volvía cada vez más embriagadora. Cuando conseguí el tercer mejor tiempo de los Estados Unidos y el sexto mejor de todo el mundo, me di cuenta de que si yo podía hacer eso, ¿qué podría hacer el talento que nunca había tenido una oportunidad? Si yo ayudaba a crear esas oportunidades para otras mujeres, podríamos conseguir cosas enormes”.
Por todo ello, se convirtió en una activista a favor de las mujeres corredoras y, valiéndose de los conocimientos adquiridos durante sus estudios de periodismo, en 1978 puso todas sus energías en la creación de una campaña de empoderamiento femenino para Avon, la firma internacional de belleza más potente de la época, mediante la organización de un circuito internacional de carreras femeninas: “Las mujeres se habían creído todas esas historias y tenían miedo, pero a mí correr me había hecho sentir tan bien que tenía que hacerles entender lo que el deporte podía hacer por ellas, por eso mi objetivo era llevar el maratón femenino a los Juegos Olímpicos. La gente pensaba que estaba loca porque la prueba de atletismo más larga es la de 1.500 metros, pero yo sabía exactamente lo que tenía que hacer. Escribí una gran propuesta de negocio y se la presenté a Avon Cosmetics, diciéndoles que obtendrían una gran publicidad al patrocinar una serie de carreras solo para mujeres y que yo misma me encargaría de organizarlas”.
En 3 años celebraron 400 carreras en 27 países de todo el mundo, y las cuotas de participación superaron todas las expectativas, atrayendo a más de un millón de mujeres: “En cada país al que fui, la federación me decía que las mujeres no iban a querer correr, pero yo estaba decidida a hacerlo de todas maneras, y al final las mujeres acababan viniendo por miles, porque alguien les estaba dando una oportunidad. Fuimos organizando estas carreras de país en país, también en España, y demostramos así que teníamos una representación internacional significativa que podría llevarnos a los Juegos Olímpicos”.
Asimismo, investigaciones médicas que probaban que las mujeres tenían naturalmente mejores cualidades físicas para correr largas distancias respaldaron la reivindicación de incluir la maratón olímpica femenina. Un sueño que se materializó en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles de 1984:
“El sufragio femenino fue la aceptación social y política de la mujer, y correr en una maratón fue la aceptación física. Por eso cuando la primera mujer apareció en el estadio olímpico en 1984 fue tan importante como dar a las mujeres el derecho a votar, no solo por las 90.000 personas que abarrotaban el estadio, sino por los 2,2 billones de personas que estaban siguiendo el evento por televisión. Sabemos que no disponemos de la velocidad, potencia, complexión y fuerza de los hombres, pero tenemos más aguante, resistencia, flexibilidad y equilibrio. Por eso es necesario que el deporte abrace la diversidad, dando igualitariamente a todas las personas la oportunidad de participar. De ahí a que se compita por sexos y de que existan unas Paraolimpiadas, porque hay espacio para todas y todos”.
Kathrine se convirtió entonces en comentarista televisiva de la ABC, dando cobertura informativa de la maratón femenina en los campeonatos olímpicos, mundiales y nacionales: “Yo conocía muy bien esa realidad, y además, quería que el mundo supiera que correr una maratón no era un mero evento, sino la revolución social de las mujeres creyendo en ellas mismas, empoderandose y teniendo la capacidad de cambiar sus vidas y de influir en su entorno más cercano”.
Educar en confianza para atravesar techos
Correr ha dado sentido a su vida y aún hoy, a sus 73 años, se niega a colgar las zapatillas, porque es consciente de que tanto ella como su número de dorsal, el 261, siguen siendo una auténtica fuente de inspiración y empoderamiento que traspasan fronteras:
“Durante 45 años ese dorsal no había sido más que tres dígitos para mí. Pero, de repente, empecé a recibir fotos de distintas personas con el número, e incluso, algunas de ellas se lo habían tatuado. ¿Qué tipo de sincronicidad era aquella? Internet había hecho que mi historia diera la vuelta al mundo y la gente se sentía identificada con ella. Porque a todos nos han dicho en un momento u otro que no estamos a la altura o que no somos parte de algo; que no somos lo suficiente guapos, ni listos; que estamos en el lado equivocado de la pista, de la religión…. Y luego haces algo como correr y te vuelves intrépido. Te das cuenta de que ya no prestas atención a todos esos prejuicios que te llegan, porque correr te da confianza, autoestima, sensación de libertad, te ayuda a plantar cara a los desafíos y a vivir sin miedo”.
Mujeres de cualquier edad, procedencia y clase social se sienten identificadas con ese espíritu de superación, fortaleza y valentía que Kathrine tan bien personifica, y ese es indudablemente su mayor logro: “Tristemente, a las mujeres todavía se las desalienta. Especialmente a aquellas que viven en la pobreza y sin expectativas sociales, se les niega el derecho de oportunidad, de acceso a la cultura y a la educación. Pero hay que abordar el problema de forma diferente, sin menospreciar a nadie y trabajando en equipo. Muchos se sorprenderían de lo que las mujeres son capaces de hacer con las herramientas necesarias, no solo en el ámbito de los deportes, sino también en el de la educación y los negocios. De hecho, se ha demostrado que las empresas inclusivas son las más exitosas”.
Por este motivo, en 2015 fundó “261 Fearless”, una organización global sin ánimo de lucro que trabaja para crear oportunidades para las mujeres e impulsar una sociedad más igualitaria, justa e inclusiva a través del deporte, poniendo en marcha clubes locales, programas educativos, plataformas de comunicación y eventos sociales: “Decidí que había una última cosa que quería hacer. Siempre solemos pensar que las mujeres más vulnerables están en países como Afganistán, África del Norte o Arabia Saudí, pero lo cierto es que probablemente también lo sea tu vecina de al lado, y tenemos que saber ayudar a esas personas que más cerca tenemos. Porque cuando la gente tiene miedo es odiosa, prejuzga a los demás y no tiene ningún concepto de la justicia social. Por eso, vamos por todo el mundo creando comunidades que unan a las mujeres y las haga más fuertes para tomar las riendas de sus vidas. En África, por ejemplo, mujeres que han ganado carreras han invertido el dinero del premio en mejorar sus aldeas, construyendo un sistema de agua potable o habilitando escuelas. Y así es como la sociedad cambia, concediendo a las personas una pequeña oportunidad”.
En este sentido, Kathrine es plenamente consciente de que la educación es el arma más poderosa que podemos usar para cambiar el mundo, ya que los cimientos de la igualdad, la inclusión y la justicia social se construyen desde que somos bien pequeños, y ese es el mejor legado que podemos dejar a las futuras generaciones, tal y como su padre lo hizo con ella:
“El talento y la capacidad están en todas partes, pero hay que trabajar duro y no tirar la toalla. Es por tanto nuestra responsabilidad como adultos ayudar a los más jóvenes y crear esas oportunidades para ellos a través de la educación. Porque si empoderas a un niño desde su infancia, y crece con esa seguridad, de mayor será capaz de afrontar cualquier cosa”.
Y es que sabemos lo que somos, pero nunca sabemos lo que podemos llegar a ser. Nuestras pequeñas acciones del día a día pueden marcar la diferencia e ir rompiendo, poco a poco, esos techos que tanto nos aprisionan. Porque, tal y como nos ha enseñado Kathrine, la vida es una carrera de fondo en la que lo importante no es ir rápido, sino llegar a la meta.
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