Artículo publicado en Deia (18/09/2022)
Hace seis meses escribí en esta columna que para negociar con Rusia se requiere demostrar mucha fuerza. Putin solo respeta el lenguaje de la fuerza, ese contundente argumento que deviene sinónimo de verdad y de razón. Si no se muestra fuerza, todo lo que se negociaría con él son los detalles de una rendición.
Comenté entonces que la negociación podría llegar cuando se despejaran algunas incertidumbres en el plano militar, en el económico, en las alianzas internacionales y en la situación interna rusa. En los cuatro escenarios ha habido cambios importantes desde entonces.
En el terreno militar, Rusia creía poder vencer fácilmente, pero ahora sabe que, si quiere persistir en el intento, debe incrementar la apuesta. Ucrania no solo ha demostrado que puede resistir, sino que es capaz de recuperar, al menos de momento, cierto terreno.
En el terreno económico, las sanciones económicas estrangulan a Rusia y hacen que el tiempo corra en su contra.
En el escenario de las alianzas internacionales, esta misma semana Putin ha recibido las primeras señales de China e India pidiendo que arregle pronto el desaguisado. La Unión Europea mantiene la posición, salvo que la extrema derecha italiana gane y salga en ayuda de Putin.
En relación con la situación interna, según los costos de la guerra y la ausencia de éxitos se hacen más evidentes, la posición de Putin podría quizá debilitarse.
Terminé aquella columna diciendo que “la forma en que evolucione la interacción de estas cuatro fuerzas marcará el momento en que los actores negocien el fin de la agresión rusa”. Dado que las cuatro dimensiones han evolucionado, el momento en que se den las condiciones para una negociación podría estar acercándose. No sabemos qué va a pasar. El futuro está siempre abierto, para lo mejor y para lo peor.
Nadie lo controla ni puede anticipar el funcionamiento complejo de sus mecanismos. Lo que sí sabemos es que el pueblo ucraniano tenía derecho a defenderse y, como ha reconocido el papa estos días, era y es moralmente lícito –un deber cívico, añadiría yo– ayudarles en esa tarea.
Hay líderes de opinión en España que, tras meses explicando que resistir era inútil porque Rusia iba a vencer de todas formas, añaden ahora que los éxitos de la resistencia “significan que la guerra y sus consecuencias humanitarias van a durar y cuanto más dure más oscuras serán las perspectivas”. Es decir, que la resistencia demora el inevitable éxito del agresor que deberíamos aceptar cuanto antes mejor. Sería deseable, si entiendo bien ese discurso, que el agredido no se resista para que todo termine rápido. Y si resistiéndose consigue algún éxito parcial, tanto peor para todos puesto que provocamos al agresor y su reacción se hace más desagradable. Ese es el nivel intelectual y ético que transmiten algunos en el mismo momento en que se exhuman en territorio liberado las fosas de los cientos de torturados y asesinados por las tropas ocupantes.
A diferencia de esos comentaristas, yo no me atreví en su día a decir si los ucranianos debían o no resistir, o si su esperanza era o no realista. Pero respeté entonces y respeto ahora su decisión. Y la valoro porque su lucha no es solo por su territorio: es la del respeto al derecho internacional, la paz y la seguridad internacionales.
Por la misma razón tampoco se me ocurre ahora decir qué es lo que deberían ceder como precio por la paz en una eventual negociación. Si no quieren premiar al agresor cediéndole parte de su territorio, su soberanía o su libertad, o si no quieren dejar en la impunidad los crímenes cometidos, están en su derecho de seguir resistiendo hasta que el agresor ceda en su criminal empeño. Y, lo diga el Papa ya o se espere de nuevo unos meses para pensárselo mejor, les adelanto que también será moralmente legítimo –y aconsejable– seguir apoyándoles en esa eventualidad. Aunque nos cueste bienestar material. Lo moralmente correcto a veces cuesta. Pero a largo plazo la alternativa sale siempre más cara.
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