Artículo publicado en El Pais-Negocios (09/10/2022)
En el inicio del otoño de 2022 se suceden noticias que hubieran sido impensables solamente nueve meses antes: existe riesgo de escalada bélica en Europa, se ha amenazado con utilizar armamento atómico y se han puesto en riesgo centrales nucleares, bordeando la catástrofe; Goldman Sachs opina que seguramente Europa pueda superar el invierno sin recurrir a cortes de suministro de gas; Alemania anuncia que tiene reservas suficientes si todo va bien y el invierno no es muy frío (antes de que alguien atente contra el gasoducto Nord Stream 2); se estudia el papel sistémico de grandes empresas, y la cascada de paros industriales en Europa occidental si su producción se parase por falta de gas.
En este contexto, el presidente francés, Emmanuel Macron, ha anunciado recientemente “el fin de la era de la abundancia”. En una primera lectura, esta afirmación parece tratar a la sociedad francesa como adultos racionales y anticipa las dificultades que vamos a experimentar en toda Europa por las consecuencias económicas de la pandemia, la invasión de Ucrania y los eventos meteorológicos extremos. Es, por tanto, un acierto. Sin embargo, la realidad es que esta afirmación comete al menos dos errores graves, dada la magnitud del reto al que nos enfrentamos.
En primer lugar, se traslada el mensaje de que debemos adaptarnos a la escasez, ser austeros y recortar nuestro estilo de vida. Lamentablemente, pese a la racionalidad de este planteamiento, lógico en un tecnócrata como Macron, es difícil que obtenga el resultado propuesto. Desde los años setenta, tras los trabajos de Kahneman y Tversky en los que desarrollan la teoría de la perspectiva, sabemos que según se articule el relato afecta al proceso de toma de decisiones en situaciones de riesgo, condicionando la elección. Si el problema se plantea como diferentes formas de perder (por ejemplo, una primera opción de “recortar con seguridad nuestro estilo de vida” y una segunda de “confiemos que ocurra algo extremadamente improbable que nos permita seguir consumiendo como ahora y no destruir el planeta, asumiendo el riesgo de que probablemente no ocurra y provoquemos cambios irreversibles y muy dañinos para nosotros y el resto de especies vivas”), la reacción habitual, al menos entre los ciudadanos de economías avanzadas, es irracional y se aleja de la “aversión al riesgo” habitual en otras circunstancias o relatos. Al enfrentarnos a un escenario de pérdidas, preferimos asumir un riesgo excesivo. Odiamos perder, y estamos dispuestos a jugarnos lo que sea con tal de tener una mínima probabilidad de no perder. Es la reacción del ludópata, que para evitar la pérdida del coche multiplica la apuesta jugándose también la casa.
En segundo lugar, afirmar que hemos disfrutado de una abundancia que ha terminado es, como mínimo, un análisis autocomplaciente y muy poco crítico, quizás hasta obsceno en un momento en que millones de europeos pueden pasar frío este invierno. Como se interrogaba Jean-Luc Mélenchon en nombre de millones de franceses pobres: “¿Qué abundancia?”; pregunta que también podrían hacerse miles de millones de personas del sur global. Seguramente más cerca de la realidad está afirmar que algunos (principalmente las clases medias y altas de las economías avanzadas) hemos despilfarrado, o vivido en una ilusión durante demasiado tiempo. Las tensiones que la sociedad de consumo genera se han suavizado gracias a dos décadas de inflación moderada (en algunos periodos, ultrabaja) en los países desarrollados. Sin embargo, esta moderación de los precios ha estado ligada a una producción externalizada a países que han despreciado derechos laborales, de seguridad, medioambientales…, mientras se deterioraban los proyectos de vida de amplias capas de nuestras propias sociedades. Hemos consumido productos baratos que no necesitamos, cerrando los ojos al coste real que tienen (sufrimiento, contaminación, agotamiento de recursos, pérdida de trabajo local…) y a los riesgos geopolíticos y medioambientales de depender de recursos que nos proporcionan principalmente dictaduras sangrientas y regímenes autoritarios.
Por ello, para tener éxito en el cambio de rumbo, el discurso (y las políticas) debería ser más realista que el eslogan de Macron. Así, debería combinar cuatro ideas clave: es complejo, queda poco tiempo, hay soluciones para proteger la vida y entre todos podemos.
Por un lado, vivimos en un sistema (ecológico y socioeconómico) complejo e interconectado en el que la ciencia es clave para entender las relaciones, aunque a veces no pueda prever resultados ni haya descubierto aún algunas conexiones. Las múltiples crisis que nos han azotado en los últimos años (financiera, económica, demográfica, migratoria, pandémica, de cadena de suministro, climática, medioambiental, política, bélica) tienen puntos comunes, y se retroalimentan, existiendo “puntos de no retorno” que desestabilizan el sistema. Es previsible que cada vez los desafíos sean mayores: las crisis, amplificadas por la emergencia climática y medioambiental, golpearán nuestras sociedades ya debilitadas, generando una ansiedad comprensible entre los ciudadanos y deteriorando los cimientos de nuestra democracia.
Por otro lado, desgraciadamente, hemos agotado nuestro margen de actuación. Apenas quedan 2.600 días para 2030 (estamos en el ecuador del plazo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible acordados en 2015), y lejos de estar reduciendo las emisiones, el año pasado añadimos a la atmósfera 36 gigatoneladas de CO2 (junto a 2019, máximo histórico). La gravedad de este hecho se hace evidente al considerar que, para contener el calentamiento de nuestro planeta en 1,5 grados sobre la temperatura media de la época preindustrial, nuestras emisiones acumuladas desde 1750 no pueden superar las 2.900 gigatoneladas; pues bien, ya hemos emitido a la atmósfera 2.400. Cada día que pasa se reducen las posibilidades de controlar el calentamiento y limitarlo (y con él sus graves consecuencias). Seguir aplazando las decisiones nos conduce o a una reducción en el consumo energético drástica y sin planificar en unos pocos años, o posiblemente al suicidio colectivo. Hace bien, por tanto, el presidente Macron al hablar de urgencia. Pero hablar no es suficiente.
Un elemento que nos distingue como especie y que ha jugado un papel relevante en nuestro éxito colonizando el planeta es nuestra capacidad de colaborar, y de experimentar empatía. Nuestros problemas son globales, y las soluciones, en muchos casos ya expuestas desde hace décadas, también deben serlo. Enfocar nuestro reto a ganar (un planeta habitable, un entorno apacible, más tiempo libre, más gente con una calidad de vida adecuada…) en un proyecto colaborativo puede ser un relato más convincente y motivador para lograr cambios en conductas que el de competir por ver quién puede “perder menos” capacidad de consumo.
Quizás hoy sea el momento histórico de asumir menos riesgos y más las consecuencias de nuestros actos y decisiones, desterrando el despilfarro y el cortoplacismo. Poner como objetivo que la transición sea justa es la forma de minimizar las tensiones que ésta provocará, y de tener un futuro próspero en paz. Un reto mayúsculo, que tendremos que afrontar mientras las crisis se suceden vertiginosamente y cuyo éxito dependerá de anteponer el bienestar colectivo al interés individual. Necesitaremos lucidez y mucho trabajo para tener éxito.
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