Artículo publicado en Vida Nueva (03/10/2022)
Vivimos hoy en un mundo muy desigual: hay ricos asombrosamente ricos, y pobres, muchos pobres. Además, bastantes de esos superricos han hecho ellos mismos su fortuna, lo que les confiere cierta legitimidad. Es evidente que nuestro sistema económico de mercado propicia tales diferencias al premiar al que trabaja más, al más inteligente, al mejor preparado, al que le acompaña la suerte… Pero se nos está yendo de las manos, incluso desde un punto de vista puramente capitalista.
Es bueno que el mercado estimule a los agentes económicos a trabajar más, innovar, invertir… Así, se crea riqueza, lo cual da lugar a diferencias económicas. El problema es que son excesivas. Mirando el World Inequality Report 2022, vemos que las diferencias en renta y en riqueza entre las personas son muy grandes. Además, podemos ver que “las desigualdades en renta y en riqueza han ido aumentando en casi todos los países desde los 1980” (resumen ejecutivo del WIR). Pero esa evolución no es igual entre los países ni parece inevitable, y depende mucho de la voluntad política.
Las crecientes desigualdades debemos denunciarlas por razones de justicia, pero los psicólogos nos explican también que esas desigualdades nos reducen también el bienestar psicológico. Un español medio del siglo XXI dispone de un sistema sanitario, alternativas de ocio o medios de transporte impensables para la época de Felipe II; pero él no se compara con aquel monarca en cuyo imperio no se ponía el sol, sino con sus conciudadanos más ricos. Y si las desigualdades son muy grandes, eso le irrita.
Asistimos a una progresiva inestabilidad política en España y en otros países de nuestro entorno, con la irrupción de populismos de izquierda y de derecha. Como más de uno ha señalado, a este fenómeno no le es ajeno el descontento por la creciente desigualdad. Mucha gente se siente fuera o en los márgenes del sistema.
La voz de Francisco
El papa Francisco ha hecho oír su voz repetidamente contra esta situación. Así, en Fratelli tutti critica el dogmatismo del neoliberalismo (n. 168) y las derivas populistas (n. 159, entre otros). En Laudato si’ plantea la necesidad de cambiar el modelo de desarrollo (n. 194), y denuncia las inmensas desigualdades como opuestas al plan de Jesús (LS 82).
Se han oído numerosas diatribas contra Francisco por estas críticas al neoliberalismo y sus denuncias a la cultura del descarte, pero la DSI ya nos había explicado hace años principios como la dignidad humana, el destino universal de los bienes o la solidaridad. Podemos remontarnos mucho más atrás, incluso, y escuchar al profeta Amós denunciando las desigualdades. Lo único que ha hecho el Papa es trasladar a nuestro contexto la larga tradición cristiana de preferencia por los pobres y marginados: es muy grave que, con los medios que hoy tenemos a nuestra disposición, haya todavía tanta gente pobre.
Por otro lado, la sostenibilidad del planeta exige consumir menos recursos y cuidar del medio ambiente, lo que nos lleva a limitar el consumo, sobre todo de bienes materiales. En este sentido, el propio papa Francisco nos dice: “La sobriedad que se vive con libertad y conciencia es liberadora” (LS 223). Y todo esto nos lleva a la “civilización de la pobreza” que defendía el mártir jesuita Ignacio Ellacuría: una sociedad donde se cubran las necesidades básicas de todos, y que bien podríamos denominar civilización de la sobriedad, de la austeridad o de la frugalidad. Es necesario que seamos más austeros, pues el planeta no puede soportar tan alto consumo de bienes materiales de sus ocho mil millones de habitantes. Pero habrán de restringir su consumo los más ricos, los más pobres tendrán que aumentarlo. Es otra razón para disminuir las desigualdades.
El mercado es un buen asignador de los recursos, pero si queremos que nuestra sociedad le otorgue legitimidad tendrá que funcionar con desigualdades económicas “soportables” entre las personas. Mucho hay que avanzar en este campo en el ámbito internacional, hasta el punto de que se hace necesaria alguna forma de autoridad mundial, tantas veces demandada por la Iglesia católica. Debemos darnos cuenta entre todos de que las actua- les diferencias no son sostenibles, que esto debe cambiar; solo si la inmensa mayoría de la sociedad es consciente del problema, seremos capaces de solucionarlo.
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