Artículo publicado en Ethic (17/10/2022)
Desde hace algún tiempo nos encontramos inmersos en una tormenta mediática sobre el valor que adquieren los impuestos en las decisiones de las políticas económicas y fiscales de los gobiernos. Para unos, las formaciones de la derecha, los impuestos deberían bajarse porque eso desahogaría las economías domésticas. Para otros, sobre todo los partidos de izquierda, los impuestos han de subirse, especialmente a las rentas más altas, ya que así se recaudaría más y permitiría una mejor distribución de la riqueza.
Un antiguo debate que avivaron Thatcher y Reagan en la década de los ochenta, en aquella alianza estratégica del conservadurismo transoceánico para el que el Estado siempre «era el problema», no la solución. El desmantelamiento del Estado de bienestar, materializado en el adelgazamiento de las políticas y los servicios públicos y la concesión de numerosos privilegios a la propiedad privada, dio alas al capitalismo más salvaje.
El enfoque neoliberal de estas políticas hacía revivir las bases clásicas del darwinismo social, del «sálvese quien pueda», de una ley de la selva en la que solo los mejor situados en el escalafón social pueden sobrevivir. Esta mentalidad del náufrago lanzado a un mundo hostil acrecienta la desigualdad y bloquea cualquier ascensor social.
Sin embargo, volviendo al presente, tenemos reciente una pandemia que ha puesto de manifiesto la trascendencia de unos servicios públicos que han permitido combatir la crisis sanitaria de forma más sólida. Se ha evidenciado que la afección en vidas ha resultado mucho más elevada en sociedades con sistemas de salud públicos más frágiles y debilitados. Por ello, algunos creíamos ingenuamente que los servicios públicos habían salido fortalecidos de esta crisis y, por lo tanto, que el debate sobre los impuestos que financian esos servicios había quedado desactivado por la evidencia del momento.
Pero a nadie se le escapa que el asunto de la fiscalidad es demasiado jugoso e invita a hacer ruido. A meterlo en la coctelera de las promesas políticas, sobre todo delante de una ciudadanía acuciada por la inflación desbocada y una coyuntura que va encadenando distintas crisis desde hace quince años.
Detrás de este debate asoma con fuerza la puesta en cuestión de un planteamiento de justicia social. El filósofo John Rawls, en su obra Teoría de la justicia, conectó dos conceptos en principio contrapuestos, como la libertad y la igualdad. Ambos son reconciliables y van de la mano. Todas las personas deben tener el mismo derecho a unas libertades básicas, pero a su vez todas ellas deberían disfrutar de una igualdad de oportunidades para el acceso a cualquiera de esas libertades. Con lo que se debe procurar un mayor beneficio a la ciudadanía menos aventajada. Este discurso puramente ético es lo que el autor estadounidense denominó «la justicia como equidad».
Este enfoque ético debiera inspirar el diseño del modelo tributario en las democracias liberales. Las afirmaciones que sostienen que los conceptos de «ricos» y «pobres» son clichés del pasado son propias de aquellos a los que no les interesa ver los efectos de la desigualdad real, del incremento de la brecha alimentada en el empobrecimiento constante de la mayoría y el enriquecimiento creciente de unos pocos. Porque cuando hoy se proponen desde los gobiernos gravámenes fiscales a las grandes fortunas, los más afectados se revuelven al ver peligrar sus descomunales rentas e ignoran la injusticia que supone la falta de equidad de la que son sus mayores responsables.
Cuando el economista francés Thomas Piketty propone en El capital del siglo XXI un sistema de herencia universal del que se puedan beneficiar los jóvenes, lo que hace es asumir que la desigualdad es uno de los problemas más graves que tenemos en nuestras sociedades desarrolladas. Y por ello, lidera una rotunda propuesta para gravar con impuestos sobre la propiedad de forma progresiva, con gravámenes a las rentas más altas de hasta el 90%. De esta forma se conseguiría financiar el Estado social.
Ha sido un error –a veces intencionado– que durante años hayamos desprestigiado la imagen de los impuestos en tertulias públicas, monólogos de comedia y conversaciones informales, convirtiéndolos en una losa ciudadana que al final ha repercutido en su mala reputación social. Pero no menos delirante y contraproducente ha sido la actitud de aquellos personajes públicos, modelos morales de comportamiento para muchos ciudadanos, que han defraudado, evadido y engañado al fisco durante décadas, dando a entender que su actuación era una fórmula inteligente de salir adelante en esta vida.
La responsabilidad en la contribución a la igualdad es compartida. Como señala Victoria Camps, «en el Estado del bienestar nos hemos acostumbrado a que las grandes obligaciones sociales parezcan solo del Estado, pero si no hay cooperación por parte de las personas, el sistema no funciona». Y para que esta responsabilidad sea realmente compartida, la ciudadanía debemos interiorizar el sentido de estas políticas que persiguen una sociedad más justa, equitativa y solidaria.
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