Artículo publicado en El Diario Vasco (20/10/2022)
Imaginaba Orwell en su novela ‘1984’ una sociedad controlada hasta en su más íntimo pensamiento, en la que el protagonista vivía con el temor a que sus cavilaciones más ocultas vieran la luz y, con ello, pudiera ser acusado de cometer un «crimental» o ‘crimen de pensamiento’.
Hoy los implantes neuronales y otros dispositivos corporales han salido de laboratorios y proyectos científicos para convertirse en tratamientos de salud o en extensión de la capacidad humana; su utilización nos acerca peligrosamente al escenario que describía la novela, de personas controladas y manipuladas tecnológicamente. Ya no resulta tan lejano un tiempo en el que sea posible descifrar y anticipar el pensamiento y, por ende, el comportamiento del ser humano. De este modo, se derribará la última frontera de intimidad y libertad que parecía quedarnos, y el misterio y la confianza que rodeaban nuestros actos y decisiones en un tiempo cercano serán ya cosa del pasado.
Esta hoguera de las vanidades en la que se ha transformado la tecnología no se conforma con el desarrollo del ‘big data’, el ‘blockchain’ o los algoritmos. Porque, como sociedad, de la tecnología y la ciencia siempre esperamos más. Antenas que permiten oír colores, esqueletos que facilitan la movilidad, ojos electrónicos que graban el entorno o implantes que muestran pensamientos, representan algunos de los hitos más asombrosos de la neurotecnología. No sorprende que esta ciencia haya fascinado a gobiernos y empresas y haya forzado un debate social sobre su alcance ético y sus implicaciones para los derechos humanos.
¿Quién osaría cuestionar las ventajas de un implante cerebral que controla los temblores del enfermo de Parkinson? ¿Cómo negar la virtud de un interfaz que permita comunicarse o tener movilidad a quien había perdido estas capacidades? Debemos, sin embargo, aceptar que no solo la medicina ha puesto sus esperanzas en estos recursos tecnológicos. Estados y empresas han iniciado una frenética carrera para promover el desarrollo de la neurotecnología.
Lo ‘neuro’ está de moda. Neuromarketing, neurofinanzas, neuroderechos… La lista resulta interminable. Anticipar y controlar el comportamiento humano mediante la interferencia en el sistema neuronal resulta una tentación científica difícil de ignorar. Igualmente difícil para el ser humano, vanidoso y egocéntrico, rechazar la invitación tecnológica a mejorar o incrementar sus capacidades. La neurotecnología avanza en el ‘mapeo’ del cerebro humano, y pronto intentará convertirnos en hombres y mujeres transparentes al despojarnos de nuestra identidad, de aquello que nos dota de dignidad y nos hace únicos como personas. Seremos quizás más ‘perfectos’, con mayores habilidades, pero también menos libres en nuestras elecciones y más vulnerables en las relaciones.
La mejora humana plantea urgentes desafíos éticos y jurídicos; uno de ellos, el concepto y la idea misma de persona. Mejorar al ser humano, como vaticinan los científicos, podría alterar la esencia de lo que somos y de lo que queremos seguir siendo. Entonces, ¿conservaremos nuestra libertad y la personalidad que nos convierte en seres únicos? ¿Podremos afirmar que seguimos siendo la misma persona tras ser mejorados científicamente? Ensayos clínicos recientes evidencian que interferir en el sistema neuronal de los pacientes puede alterar la percepción que poseen de sí mismos, afectando a su evolución psicológica, y a sus afectos e inquinas. En este contexto científico, ¿qué le pedimos al Derecho? No parece razonable legalmente frenar el avance de las neurociencias, más aún cuando en nuestra mano tenemos como sociedad la posibilidad de contribuir a mejorar la vida humana y paliar los devastadores efectos de algunas enfermedades. Este extraordinario propósito no debe confundirnos; la neurotecnología también puede servir a fines más espurios, de carácter comercial o político. No olvidemos, además, que el ‘privilegio’ de la mejora humana, cuando no conlleva fines terapéuticos o rehabilitadores, generará desigualdad y fomentará sociedades más injustas, si el Derecho no lo impide.
Por el momento, los ordenamientos jurídicos guardan silencio, salvo en Chile, donde desde 2021 su Constitución protege «la actividad cerebral» frente al avance científico. En Europa, los legisladores no han mostrado especial interés por seguir los pasos de la iniciativa chilena. Las neurociencias todavía no nos inquietan, tal vez porque, como ya intuyó Barak Obama en 2013, al ser humano aún hoy se le resiste descifrar el funcionamiento de su cerebro. O tal vez porque como ciudadanos –así lo revelan las encuestas– confiamos en la ciencia; y, por ello, nos encomendamos a su impulso para mejorar nuestra salud y vivir con dignidad.
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