Artículo publicado en El Correo (24/10/2022)
Es humano el sentimiento de dolor o frustración ante una pérdida de la índole que sea. La reacción lógica al duelo es la búsqueda de la compensación de la cosa desaparecida. Hay quebrantos irreparables ante los que no cabe sino la resignación o sublimación de la adversidad. En algunas circunstancias, no obstante, el evento es de naturaleza arbitraria o injusta y admite la réplica, la reivindicación o la protesta. Así sucede con la recuperación de determinados menoscabos económicos. Pero no siempre con la misma oportunidad.
Situémonos en la estela de las últimas crisis económicas. Amplios colectivos sufren lesiones en su vida personal como trabajadores, empresarios o jubilados, en su renta, en su patrimonio o en ambos.
¿Cabe acudir a alguna instancia humana o sobrenatural para que resarza a los afectados de sus perjuicios? Malamente.
¿Quién puede indemnizarnos de siniestros sin culpable concreto, de la desaparición de nuestro empleo o del recorte del precio de nuestra vivienda o del monto de nuestros ahorros?
Dos casos destacan como ejemplos cotidianos de reivindicación que gozan de un amplio consenso social e incluso doctrinal, pero que precisan de alguna puntualización. Se trata de la demanda de mejora en las prestaciones de las pensiones contributivas, de una parte, y de la elevación salarial consiguiente a una inflación, de otra. Ambas posturas suscitan –a menudo de forma vehemente– el derecho democrático a la reclamación, pero ninguna de los dos en base a los argumentos que habitualmente invocan.
Empecemos con las pensiones. Que el sistema español de pensiones está en bancarrota no es discutible. Un sistema contributivo de reparto en base a cuotas, en el que no hay saldo suficiente para pagar a los pensionistas, es insostenible. La sostenibilidad significaría que el pago corriente y las hipotéticas subidas de las pensiones deberían poder realizarse con los recursos propios de las aportaciones. Pero es público y notorio que no lo son. La prueba de su insuficiencia es la recurrente tutela del Estado, que tiene que realizar dotaciones periódicas al fondo con cargo al Presupuesto para poder atender los pagos mensuales a los jubilados. En 2022, el déficit podría estar por encima de los 25.000 millones de euros. En 2023, la Seguridad Social recibirá unas transferencias del Estado de casi 39.000 millones, que suponen algo más del 25% de los 152.000 millones de las cotizaciones sociales. Estas circunstancias atenazan la viabilidad de las pensiones y cuestionan cualquier elevación futura de las mismas.
En consecuencia, no hay fundamento contable ni económico alguno en la reivindicación de unas mayores pensiones, ni siquiera la debida al deterioro sufrido con la escalada del IPC. Cualquier pretensión en esa línea solo tiene cabida como acceso a una subvención. Subvención, repetimos, y no automatismo del sistema o acceso a un derecho adquirido.
Hablemos a continuación del resarcimiento de la erosión adquisitiva de los salarios debida a la inflación y a la pretensión de que se corrija dicha merma con una subida de los referidos salarios en porcentaje igual al índice de depreciación salarial, esto es, del IPC. Los salarios, en estricta ortodoxia económica, no pueden definirse o ajustarse según la evolución de la inflación sino en función exclusiva de la productividad marginal del trabajo. Romper esa regla amenaza la viabilidad de la empresa. Presionar a las empresas a subir los salarios en la cuantía del alza del IPC significa expulsar del mercado a todas las que no puedan compensar con alzas de productividad la corrección al alza de los salarios. Solo una parte podrán hacerlo. Que los sindicatos o el Gobierno conminen a las empresas a hacerlo es obligarlas a subvencionar una externalidad negativa que no les compete a ellas y que entra de lleno en el ámbito presupuestario. De hacerse, se cargaría a las empresas con un impuesto larvado: una subvención.
En resumen, distingamos claramente lo que es una reclamación técnicamente justa de lo que es una reivindicación social en busca de nuevas conquistas monetarias. Esto último tiene un nombre: subvención. Reclama usted una subvención, no un derecho.
Lamentablemente en una crisis de inflación importada o exógena no hay más remedio que asumir algunas pérdidas de renta y/o de patrimonio. Los potenciales peticionarios de subvenciones forman una lista interminable.
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