Artículo publicado en en El Diario Vasco (01/11/2022)
Es tradicional por estas fechas, especialmente entre los creyentes católicos, visitar los cementerios en memoria de los difuntos. La sociedad va cambiando y, según lugares, esta costumbre ya no es tan frecuente. Pero el recuerdo de los seres queridos no desaparece y la realidad de la muerte permanece. La pandemia y la guerra de Ucrania, como tantas otras guerras y pandemias a lo largo de la historia, nos recuerdan la fragilidad y vulnerabilidad humanas. El ser humano es el único ser que tiene consciencia de la muerte y reflexiona sobre ella. Así, las religiones, en particular las monoteístas, han afrontado la muerte desde un horizonte de sentido con la esperanza puesta en una realidad trascendente, plena y definitiva, sustentada por Dios. La esperanza de una vida después de la muerte en comunión con Dios permite a millones de judíos, cristianos y musulmanes afrontar los sinsabores de la vida y el miedo a la muerte de una manera positiva, pero no evasiva de la realidad. Más bien al contrario, esta esperanza bien entendida aviva el compromiso por un mundo mejor.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte surgen voces polifónicas (J. L. Cordeiro, D. Wood, A. de Grey, R. Kurzweil, entre otros) y corrientes de pensamiento, dentro de lo que se conoce como ‘transhumanismo tecnocientífico’, que auguran que en un futuro no muy lejano la muerte puede ser derrotada. Se habla de «la muerte de la muerte», y hay quienes consideran que para 2045 se podrá «curar» el envejecimiento y que para 2099 se alcanzará la «amortalidad», entendida ésta como «no mortalidad» o extensión indefinida de la vida. Todo ello gracias a la biotecnología. Ya se está invirtiendo mucho dinero en este proyecto.
Pero cabría preguntarse si alcanzar la amortalidad, además de posible tecnológicamente, es un objetivo conveniente para la Humanidad. En el trasfondo de este planteamiento parece traslucirse un falso optimismo que considera que la muerte es un «enemigo» del ser humano o al menos un fallo que puede ser corregido para dar paso a una sociedad posmortal. Desde esta perspectiva, la muerte es vista como algo antinatural, que debería ser en todo caso opcional, a voluntad del sujeto, y a la que se llegaría en muchos casos como consecuencia de una acción suicida o eutanásica. ¿Está nuestra mente preparada para asumir una vida de estas características?¿Cabe pensar que ‘no morir’ hará mejores a los individuos de la especie humana?
Si reflexionamos a fondo sobre la posibilidad de la amortalidad, quizá descubramos más inconvenientes que ventajas para el ser humano. Una Humanidad formada mayoritariamente por individuos que deciden no morir llevaría consigo la necesidad de controlar la población y la natalidad. La especie no se renovaría, salvo excepcionalmente. La Tierra tendría muy difícil poder ser un mundo habitable y sostenible en el que vivieran sucesivamente distintas generaciones que van evolucionando junto con el resto de seres vivos. Se transformaría en el coto cerrado y exclusivo de una generación humana amortal que renunciaría a compartirla con las futuras generaciones, a no ser que estas asumieran la mortalidad, lo que también afectaría al resto de seres vivos, aún más vulnerables ante esta nueva Humanidad.
Sin olvidar las consecuencias sociales. ¿La tecnología que permitiera la amortalidad sería universalizable y llegaría a toda la población mundial al mismo tiempo? Parece lógico pensar que no sería así y que, por tanto, las diferencias sociales y económicas entre aquellos individuos o poblaciones con recursos para alcanzar la amortalidad y aquellos que no los tuviesen aumentarían. Más preguntas. ¿Hasta cuándo tendría que trabajar un ser humano amortal para tener derecho a una jubilación previsiblemente imperecedera? ¿O habría que poner límites a la amortalidad? ¿Quién los pone? ¿Bajo qué criterios? ¿A quiénes afectarían? La sostenibilidad de una humanidad así parece dudosa.
Procurar el mayor bienestar y calidad de vida para todos los seres humanos es una meta deseable, acorde con los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030 de la ONU, pero alcanzar la amortalidad parece proyectar más bien, contra las propias expectativas de sus promotores, un futuro distópico, insostenible e insolidario.
Como la historia se empeña en demostrar, la Humanidad seguirá abocada a la muerte, como algo que forma parte de su naturaleza, pero también como un reto a su búsqueda de sentido. El ser humano seguirá recurriendo a relatos, de inspiración religiosa o filosófica, que le ayuden a afrontarla. Hace 4.000 años, en el Poema de Gilgamesh, joya de la literatura mesopotámica, la tabernera Siduri ya advirtió al héroe que buscaba ansioso la inmortalidad: «No alcanzarás la vida que persigues». Al menos no en un mundo mortal y finito como el nuestro, urgido de otro tipo de problemas y necesidades.
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