Artículo publicado en Deia (13/11/2022)
La retirada de Jersón, la única capital regional que Rusia había ocupado, supone un duro golpe militar, político y moral para Putin. Pero todavía es pronto para valorar su dimensión y consecuencias.
Mientras tanto crecen las expectativas de que pronto pudiera llegar el momento de una negociación política que silencie las armas. Ya he hablado en esta columna sobre la ingenuidad con la que a veces se trata la cuestión de la negociación, pero es cierto que cualquier posibilidad de paz debe ser explorada, sin dejar de apoyar los derechos del agredido y de presionar al agresor para que cese su crimen, ya que de otro modo no negociaríamos la paz, sino la sumisión y el vasallaje.
Ambas partes, agresor y agredido, disponen de muy diferentes márgenes de negociación. Rusia tiene en sus manos la solución: respetar el derecho internacional. ¿Qué puede, en contraste, ceder Ucrania?, ¿puede renunciar a parte de su territorio soberano o a su independencia?
Las autoridades ucranianas han indicado cinco condiciones para la paz: la retirada de las tropas rusas; la asunción de responsabilidades con respecto a la reconstrucción; el encausamiento de los responsables de crímenes internacionales; el sometimiento de todas las partes a la Carta de la ONU; y las garantías de no repetición del crimen.
Me pregunto no solo a cuáles de estas cinco condiciones puede renunciar Ucrania, sino si la comunidad internacional podría promover un acuerdo sobre bases muy diferentes. Veamos cada uno de estos cinco puntos.
Una paz que incluyera el reconocimiento de la anexión de territorios como producto de una agresión militar sería contraria al derecho internacional. La comunidad internacional no podría proponer semejante acuerdo sin crear un precedente letal.
La colaboración en la persecución de los responsables de crímenes internacionales también parece difícilmente renunciable. Si alguien está a favor de que los responsables de violaciones colectivas de menores, bombardeos de hospitales, asesinato de civiles o torturas a prisioneros veraneen en Benidorm y compartan su buffet desayuno codo con codo, que levante la mano. El sometimiento de todos a la Carta de la ONU resulta también innegociable. Lo mismo puede decirse de las garantías de no repetición, si no la paz solo serviría como impasse para el rearme.
De modo que el único punto que la comunidad internacional podría eliminar es el relativo a la factura de la reconstrucción, proponiendo como alternativa el pago a escote de los estragos ordenados por Putin. Por la paz acepto mi parte alícuota de la factura, pero por favor, luego que nadie diga que pagamos porque el capital, la OTAN y las élites no quisieron la paz. Pagaremos, en todo caso, porque tenemos que buscar una salida que permita una paz duradera dando a Rusia una salida, se dirá, para evitar que su viejo resentimiento contra occidente siga alimentando su identidad colectiva.
En la presentación de su último libro, el gran experto Orlando Figes ha dicho que “hay que ayudar a Rusia a construir sus instituciones civiles, a crear un poder judicial independiente, a establecer un Estado de derecho del que ahora no dispone. Teniendo en cuenta que eso solo puede salir de los rusos, no se les puede imponer”.
Hasta que ese escenario llegara a darse, cosa improbable, ese “resentimiento de la narrativa oficial rusa que resuena entre los rusos” (Figes) no lo habría creado ni la insensibilidad occidental, ni los ucranianos que resisten, ni cualquier otro enemigo externo. Si Rusia no seduce, no enamora, no brilla, no aporta o no crece como debería, no se busquen culpables fuera. Si Rusia no encuentra otro camino para alimentar su orgullo que el gas y la agresión, los culpables no son los demás. Esa humillación renacida, ese resentimiento renovado –que por supuesto deberíamos esforzarnos por evitar– serían únicamente consecuencia de haberse como país plegado a los sueños criminales de un déspota.
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