Artículo publicado en El Correo (16/01/2023)
Todo ha transcurrido en torno a la pascua navideña, aunque cuente con precedentes importantes que no será necesario recordar. La discusión ha arrancado con un hilo repleto de enjundia en Twitter (las redes también ofrecen alimento intelectual de primera magnitud, si se selecciona bien) lanzado por Oliver Blanchard. Blanchard, que ha vivido la mayor parte de su existencia en los Estados Unidos ha sido profesor en Harvard y en el MIT. Economista jefe hasta 2015 en el Fondo Monetario Internacional es una figura estelar de la profesión junto a otros como Kenneth Rogoff, Joseph Stiglitz, Lawrence Summers o Paul Krugman.
Detesto describir la coloración política de un gran economista o en general de un escritor de quilates. En la orografía ibérica se tilda ya de marxista a cualquiera que se exhiba una sensibilidad social ligeramente superior a la de Atila el Rey de los hunos, y de facha a una flor como Santa Teresita del Niño Jesús si se le ha escapado alguna exclamación inconveniente.
Pero vayamos al tema.
Sostiene Olivier Blanchard que la inflación es fundamentalmente un problema redistributivo: el resultado del conflicto de ingresos relativos entre empresas, trabajadores y contribuyentes. Solo se detiene cuando los distintos agentes sociales se ven obligados a aceptar el ‘statu quo’. Un juicio agresivo y en principio poco social. Pero en él resume el diagnóstico y también la terapia del problema.
Explica Blanchard su posición: La fuente de la inflación es una economía desequilibrada. En el mercado laboral, los trabajadores quieren negociar salarios más altos dada la subida generalizada de los precios. Y en el mercado de bienes, las empresas también buscan aumentar los precios de sus productos debido a los aumentos de salarios. Y así sucesivamente.
El Estado puede desempeñar varios papeles. A través de la política fiscal, puede ralentizar la economía y eliminar el sobrecalentamiento. Puede subsidiar el costo de la energía, limitando la disminución del salario real y la presión consiguiente sobre los salarios nominales. Pero en última instancia siempre deja en manos del Banco Central la tarea sucia de obligar a los agentes económicos a aceptar el resultado de las cosas y, de esta manera, a estabilizar la inflación. Al desacelerar la economía, los organismos monetarios centrales conminan indirectamente a las empresas a facturar precios más bajos dado que los salarios registran pérdidas de poder adquisitivo y a los trabajadores a aceptar salarios más bajos dado que los precios generales se están reduciendo gradualmente. Se trata de una forma altamente ineficiente de consolidar pérdidas. Uno sugeriría razonablemente un pacto entre los trabajadores, las empresas y el Estado, en el que el resultado se logre evitando una desaceleración dolorosa.
Pero, desafortunadamente, esto requiere más confianza mutua entre los interlocutores del mercado y normalmente no sucede. La mayor o menor contracción que provocan las políticas de tipos de interés altos obligan a los agentes económicos a aceptar sus pérdidas patrimoniales, o a recuperarlas, al menos, de una manera moderada. Nadie tendrá la osadía de reclamar las pérdidas que las bolsas han infringido en su mayor o menor cartera patrimonial. Tampoco será de recibo invocar la reparación del poder adquisitivo de los consumidores con el cien por cien de su erosión monetaria. Una gran parte de las rentas se las engulle lisa y llanamente el mercado en la hoguera inflacionista.
Otro Nóbel, William Nordhaus, comparó en 1970 la inflación con lo que sucede en los estadios de fútbol cuando se producen en el campo acciones de la máxima emoción. Todos se ponen de pie para ver la jugada mejor, lo que resulta colectivamente contraproducente: su visión de lo que pasa no mejora porque las personas de delante también están de pie, y ocultan a los de detrás lo que deseaban ver.
La moraleja es obvia. Conviene que el Banco Central enfríe el ambiente, que haga que el juego resulte menos interesante, es decir, que empuje la economía hacia una desaceleración o incluso a una recesión, y la gente volverá a sus asientos, es decir, la inflación remitirá.
A mí no me gusta ni el ejemplo ni la solución. Pero ningún gobierno, tampoco el de España, osará criticar la política deflacionista de los tipos de interés altos de los Bancos Centrales, porque finalmente la inflación es una lacra inaceptable.
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