Artículo publicado en El Correo (01/02/2023)
De un tiempo a esta parte, los docentes universitarios se han visto sorprendidos por la alta incidencia de los problemas de salud mental (ansiedad, estrés, depresión…) entre su alumnado. Más allá de esta percepción generalizada entre el profesorado, numerosos trabajos científicos han constatado que
esta tendencia se ha agravado estos últimos años. Algunos de estos estudios investigan las causas que pudieran explicar el incremento exponencial de estos trastornos, mientras otros procuran ofrecer soluciones a los perniciosos efectos que estos generan tanto a nivel académico como personal. En todo caso, resulta imperioso para cualquier docente –y demás actores implicados: familia, orientadores o amigos– desarrollar cierta conciencia sobre las necesidades detectadas, así como encontrar instrumentos para abordarlas.
Una primera observación que conviene hacer sobre este fenómeno es que tiene un carácter global y que, por lo tanto, afecta tanto a países con sistemas educativos bien consolidados como a otros que no cuentan con tan larga tradición. Evidentemente, las causas que se esconden detrás de estos problemas mentales varían sustancialmente en cada rincón del mundo, pero en casi todos los casos se vinculan a factores de tres tipos: socio-demográficos y situacionales, los relativos al entorno educativo y los relacionados con los atributos psicológicos y de personalidad de los estudiantes (véase, Chung y Granie-
ri, ‘Psychological Distress among University Students’, 2021).
Lo curioso es que en todos los contextos nos encontramos con ese incremento de los casos de ansiedad, depresión e incluso de tendencias suicidas entre la actual generación de universitarios. Los da-
tos resultan muy inquietantes pues, en la mayoría de los países, los afectados superan el 75% de los sujetos encuestados, muy por encima de los demás segmentos poblacionales.
Dos factores aparecen de forma recurrente en la bibliografía especializada: por una parte, los primeros años de la etapa universitaria son un periodo de transición entre la adolescencia y la edad adulta lleno de dilemas e incertidumbres; por el otro, muchos expertos se refieren al tremendo impacto que la pandemia del Covid-19 ha tenido sobre este grupo. Es indudable que ese periodo de transición viene acompañado de toda clase de dudas sobre el presente y el futuro –profesional y existencial– de las personas implicadas. Sin embargo, este factor es solo parcialmente explicativo, ya que está claro que generaciones pasadas también tuvieron que enfrentarse a ese tipo de encrucijadas.
El segundo factor, sin embargo, sí parece más pertinente, pues la pandemia no solo condicionó los métodos de enseñanza y las interacciones entre estudiantes y profesores, sino que también disparó los sentimientos de soledad, falta de apoyo emocional y agotamiento en la población estudiantil. En un estudio realizado en Bélgica y Francia, Schmits et al. (2021) comprobaron que un año después del inicio del confinamiento los estudiantes universitarios sufrían de niveles de ansiedad y depresión notablemente más altos; sobre todo si eran mujeres, pertenecían al género no binario o habían pasado por situaciones de dificultad económica o de fracaso académico.
En otros países, los niveles de estrés y ansiedad se han incrementado debido a la dificultad de conciliar las responsabilidades académicas con otras laborales e incluso familiares. En el nuestro, sin embar-
go, tal necesidad de conciliación no es tan habitual, por lo que las causas de estos trastornos habría que buscarlas en las presiones propias del entorno académico o en las características del alumnado.
Sobre las primeras, parece claro que a los jóvenes cada vez les cuesta más gestionar su tiempo libre, enfrentarse a pruebas de evaluación o admitir que no han alcanzado los objetivos planteados. En este sentido, corresponde al propio sistema educativo dotarles de las herramientas necesarias para evitar que esos retos se vuelvan insuperables. Pero, por otro lado, también es importante reconocer la existencia de un cierto grado de ‘fragilidad psicológica’ en el alumnado –probablemente relacionada con sus estilos de socialización y de vida, con sus ambiciones y sus miedos– sobre la que habría que actuar de forma urgente.
A la vista de los problemas detectados, los expertos apuntan al refuerzo de los sistemas de apoyo y ayuda desde las instituciones educativas como posible solución, además de subrayar el papel fundamental que las redes familiares y de sus pares juegan a ese respecto. También mencionan otras actividades alternativas –ya sean vinculadas al ejercicio físico o al voluntariado social– que les permitan desconectar ocasionalmente de sus tareas académicas. En todo caso, es muy probable que los resultados positivos de estas medidas no se vean hasta dentro de algún tiempo, por lo cual, a la vez que se sigue trabajando en ellas, habría que buscar otras que se muestren igual o más eficaces.
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