Artículo publicado en El Correo (27/02/2023)
El Estado moderno ha extendido sus tentáculos hasta límites insospechados tan solo hace unas décadas. Más allá de una actuación subsidiaria de la iniciativa primaria, el gasto público representa entre el 40 y el 50% de la actividad total productiva medida por el PIB. Los presupuestos generales superan incluso el 50% en algunas regiones nórdicas.
Creciente es asimismo la intervención de los Estados en los asuntos económicos, regulando los mercados con su facultad de dictar normas, modificando la libre iniciativa contractual desde el ámbito laboral al industrial, desde el educacional al sanitario o al medioambiental. Los Estados modernos con su conglomerado de empresas públicas, pero sobre todo a través de la exacción fiscal definen, asignan, distribuyen y limitan el derecho esencial a la propiedad privada que los autores clásicos reclamaban para una economía en progreso. De hecho, el sector privado depende prácticamente en su totalidad de los regímenes regulatorios y de los recursos de asignación de infraestructuras de los Estados modernos.
Este gigantesco corsé administrativo y fiscal ha ido imponiéndose a los ciudadanos debido a sus innegables contrapartidas sociales, las consignaciones presupuestarias en sustento de los pilares del estado del bienestar, que se financian con esa civilizada incautación denominada impuestos. De ser odiados y objeto de evasión, los impuestos han pasado a ser asumidos de forma progresiva, porque la gran mayoría entiende que la educación, la sanidad y las prestaciones de jubilación generadas con fondos públicos son vehículos imprescindibles para la redistribución de las rentas.
Cabe interrogarse, sin embargo, si la forma en que el Estado interviene y maneja la realidad económica es eficaz y eficiente o si, por el contrario, es torpe o remolona y en consecuencia ineficaz e ineficiente.Surgen dudas acerca de si los beneficios sociales alcanzados son superiores a los costes presupuestarios incurridos. Incluso cabe ampliar la vacilación a su legitimidad democrática.
La eficacia se define como la capacidad para realizar una tarea mientras que la eficiencia se atribuye a aquel proceso que, siendo eficaz, utilice menos recursos o alcance mayores resultados en su ejecución. Ejemplos de conductas ineficaces son la compra de trenes que no caben en los túneles o la ausencia de centros regionales Covid para el diagnóstico y tratamiento multifactorial de la enfermedad y sus secuelas. A su vez, una muestra de estructura ineficiente es la inexistencia de evaluación del desempeño, la cuestionable política de calidad y otras singularidades aplicables al funcionariado público, en contraste con las severas normas que se aplican al personal en el sector privado, orientadas a la mejora de la productividad.
Tan obvio es el derecho de los ciudadanos a la eficacia de la administración que ha debido garantizarse en los artículos 31.2 y 103.1 de la Constitución española como una de las piezas fundamentales en la arquitectura de la Administración pública. Pero con harta frecuencia el nivel de eficacia del Estado, así como sus sistemas de evaluación, pueden considerarse decepcionantes.
En un reciente informe del Círculo de Empresarios se relacionan puntualmente las acciones posibles para una mejora de la eficiencia exclusivamente de las administraciones públicas, dejando de lado el posible uso errado o ineficaz en las inversiones o gastos incurridos en la ejecución del Presupuesto. En el informe se recoge una primera estimación del ahorro en 2021 cifrado en 32.000 millones de euros aplicando medidas de racionalización, mejora de la calidad y eficiencia en la gestión de los recursos públicos y reducción, y eliminación en su caso, del gasto burocrático-administrativo o el asociado a duplicidades. Si se considera un periodo de tres años, el ahorro acumulado se elevaría hasta 48.600 millones de euros. Ese ahorro se distribuiría de la siguiente manera: 46% en las administraciones autonómicas, 32% en las locales y 22% en la central.
La consecuencia de más calado de todo lo que precede es que no le basta al Estado la legitimación que le presta el origen democrático de su poder. Es preciso que el poder se justifique permanentemente con la adecuada utilización de los medios puestos a su disposición y con la obtención de resultados reales. La eficacia se ha convertido en un criterio básico que pondera la legitimidad de la acción pública. Una administración ineficaz e ineficiente posee una legitimidad ficticia.
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