Artículo publicado en Deia (05/03/2023)
Les escribo desde Ginebra, donde me toca pasar unas semanas de trabajo. Paseando por sus calles uno puede toparse estos días con unas maravillosas obras maestras de la incongruencia formal o de la aparente paradoja: cientos de carteles de publicidad que defienden una villa libre de carteles de publicidad.
El próximo domingo se vota, en el marco del famoso sistema suizo de referendos cantonales y comunales periódicos, una propuesta para eliminar la publicidad comercial en las calles de Ginebra (se mantendría la información de tipo cultural, deportivo, educativo y, cuando toque, político). Están en juego 1.480 espacios de anuncios tales como vallas publicitarias y similares, que suponen cinco millones de euros de ingresos para la ciudad. A cambio, el entorno urbano aparecería más limpio, humano y amable.
En este debate se cruza también otro de enorme actualidad en Europa. Me refiero al reto del cambio de un modelo de vida tan dependiente del consumo y el despilfarro energético como es el nuestro. Se trata de un debate viejo, pero que la guerra de Ucrania y el consecuente fin de la entrada de ese hidrocarburo ruso que financia sus crímenes ha vuelto más perentorio. Aunque la situación de Suiza era menos comprometida que la de Alemania, debido a la fortaleza de su sector hidroeléctrico, la necesidad de cambio se vivía igualmente por aquí y el discurso de la “sobriété”, que seguramente nosotros traduciríamos como austeridad, ha vuelto más fuerte que nunca.
Las mejoras en la eficiencia de la producción y en el consumo son imprescindibles y el aumento de las fuentes renovables igualmente ineludible. Pero, si nos atenemos a lo que dice el último informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, todas estas mejoras, siendo absolutamente necesarias, no bastan por sí solas para revertir la tendencia actual. Se hace necesario reducir ciertas formas de consumo material.
Aquí, como también entre nosotros, se habla mucho de la calefacción de las viviendas, de la movilidad urbana y regional, de la industria textil y de la alimentación. Incluso se cuestiona el efecto climático de la tradicional fondue, lo que, más allá de su impacto real (en todo caso seguramente complejo y no unidireccional), muestra la necesidad de repensar algunas prácticas que están asociadas a la identidad más profunda de cada cual. En Ginebra se han ensayado proyectos piloto de reducción de un grado de temperatura en la calefacción de trescientos hogares. No son ensayos ni mejores ni peores que los que se hacen en otros lugares o entre nosotros, solo les cuento un caso más para enriquecer el debate, sin intención alguna de ejemplaridad o excepcionalidad. Como resultado se ha reducido el consumo energético en un 6%, sin sentirse afectada, según las respuestas de los participantes, en nada la calidad de sus vidas.
Otro proyecto piloto sobre la reducción de los programas de las lavadoras y la frecuencia de su uso -sin pérdida de resultados- ha arrojado unos datos que, elevados a la dimensión de toda Suiza, equivalen al consumo energético total de 90.000 hogares.
Estos datos nos hablan de la importancia de los “ecogestos” y de la actuación de cada uno de nosotros, pero no olvidan, a juicio de los expertos, la necesidad de que esa responsabilidad individual esté enmarcada en un sistema colectivo que la haga posible, la favorezca y la premie, que la inserte en un discurso colectivo y en una acción que entienda la comunidad local como parte de una comunidad global.
Como ve, los debates, los estudios y las conclusiones ginebrinos no difieren de los que tenemos entre nosotros. No les cuento nada nuevo ni diferente a lo que ya saben ustedes, pero quizá de vez en cuando convenga vernos reflejados en la experiencia de otros pueblos para aprender juntos. Y el domingo que viene estaremos atentos a los resultados del referéndum y veremos si la publicidad contra la publicidad ha tenido éxito.
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