Artículo publicado en La Información (18/03/2023)
St. Patrick no era irlandés. Fue capturado y llevado a Irlanda como esclavo, donde trabajó como pastor durante seis años. Según cuentan sus propios escritos, después de huir de regreso a la entonces Britania romana tuvo una relevación de Dios conminándole a que volviera a Irlanda como misionero. Tras formarse (en Galia) y ordenarse como sacerdote, volvió a Irlanda para convertir a los irlandeses al cristianismo. Las fechas y los detalles de la vida de San Patricio no se pueden determinar con certeza, pero existe un acuerdo general sobre algunos de ellos: vivió en el siglo V, murió el 17 de marzo y su tumba se situaría en Downpatrick, pequeña ciudad de Irlanda del Norte sita en el condado de Down (cerca del pueblo de veraneo de mis abuelos y residencia actual de mi padre).
También es aceptado por los historiadores que su éxito en la conversión de los irlandeses al cristianismo se debe a su conocimiento de la lengua y las costumbres locales: en vez de negar o tratar de erradicar los rituales tradicionales celtas, los incorporó en sus enseñanzas sobre el cristianismo. Por ejemplo, la cruz celta tan conocida hoy en todo el mundo es la superposición de un sol – símbolo tradicional irlandés – sobre la cruz cristiana. Nuestra tradición oral y narrativa hizo el resto, dejándonos numerosas leyendas como el uso del trébol para explicar la Santa Trinidad y la expulsión de las serpientes de la isla.
Durante siglos, los irlandeses han migrado; por necesidad, pero también como eruditos errantes. En una primera ola, misioneros inspirados por San Patricio viajaron por Europa fundando escuelas en Francia e Italia; una segunda surgió en el siglo IX con el teólogo y filósofo irlandés Eriúgena que sirvió en la corte francesa de Carlos el Calvo; y otra más reciente a principios del siglo XX que vio a escritores como James Joyce o Samuel Beckett (este último Premio Nobel de Literatura) instalarse en París.
Hoy en día, Irlanda sigue enviando a sus estudiantes a formarse en Europa. En concreto, antes de la pandemia, enviaba más de 7.300 estudiantes a través del programa de Erasmus+, y recibía cerca de 23.000 estudiantes europeos. Y es que Desiderius Erasmus de Rotterdam también era un erudito errante. El programa europeo que lleva su nombre tiene como objetivo apoyar, a través del aprendizaje permanente, el desarrollo educativo, profesional y personal de las personas. Y no se me ocurre otra experiencia más formativa y transformadora. En mi caso, el impacto educativo – con el descubrimiento del campo de la interculturalidad y las diferencias culturales – fue tal que marcó mi desarrollo profesional en el ámbito de la internacionalización de empresas. Y, en lo personal, me permitió conocer a mi futuro marido, lo que finalmente me llevaría a instalarme en Euskadi y hacer mi aportación al millón largo de “Erasmus babies”.
La experiencia Erasmus marca – y es un error equipararla a una fiesta de meses de duración. Gracias al Erasmus se sale de la zona de confort, se abre la mente, se genera curiosidad por lo diferente, se descubre y se aprende a través de nuevas experiencias, se descubren idiomas, se conoce a gente nueva y diferente – algunos serán contactos personales y profesionales para toda la vida – a la vez que se adopta una mirada apreciativa de nuestro hogar y cultura de origen. Por supuesto, todo ello no ocurre en las aulas (¿acaso en casa todo aprendizaje debe hacerlo?); ocurre viviendo la vida local, mezclando lo propio con lo ajeno, como lo hacía San Patricio.
Es con gran alegría que leo las experiencias de las estudiantes de la Deusto Business School que hoy están en Dublín, y sonrío cuando comparan la realidad que viven con lo que leyeron en las novelas de Sally Rooney o vieron en la serie Derry Girls antes de viajar allí. Es con orgullo que observo su curiosidad y crecimiento; con mucha envidia veo sus fotos de las diferentes esquinas de Irlanda. Erasmus es su primera experiencia de expatriación, y así lo valorarán las empresas que las contraten en el futuro.
Aunque parezca que hoy en día lo único que queda de San Patricio, Apóstol de Irlanda, es una fiesta patrocinada a partes iguales por una conocida marca de cerveza y los productores de gorros verdes y merchandising de leprechauns, su espíritu de integración cultural permanece vivo. Hace pocos días, me contaba una amiga rusa a quien le concedieron la nacionalidad irlandesa, que en la ceremonia de aceptación de la nacionalidad, el Ministro de Justicia pedía a los presentes que no abandonaran su cultura de origen, sino que la compartieran con el país, para incorporarla en canciones y poemas, contribuyendo así a hacer de Irlanda un país más rico.
En un mundo cada vez más polarizado y complejo, la habilidad de escuchar y comprender a quienes tenemos enfrente, así como la capacidad de integrar lo propio con lo ajeno, será lo que nos ayude a construir puentes entre las personas y comunidades más plurales y ricas. ¡Feliz San Patricio – Lá Fhéile Pádraig sona daoibh!
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