Artículo publicado en El Correo (06/04/2023)
Decía Eric Hoffer que «a no ser que un hombre tenga los talentos para llegar a algo, la libertad es una carga molesta». Quizás por ello aceptamos, tantas veces, renunciar a demasiadas cosas por no mostrar nuestra disconformidad con las corrientes mayoritarias que se imponen. Heredé de mi padre decenas de corbatas, una prenda muy querida para él, cuando comencé a impartir las primeras clases en la Universidad era bastante habitual utilizarla y yo lo hacía como forma de recuerdo emocionado a mi progenitor. Pero un conocido personaje público dijo que la corbata no era progresista, que era cosa de banqueros sin alma, empresarios vendidos al neoliberalismo y de fachas. Así que guardé todas mis corbatas en el armario, no fueran a pensar que yo trabajaba en el Barclays Bank.
También tenía una colección de americanas, antiguas, en especial me agradaba una de pana, de color miel, que llevaba habitualmente. Hasta que empezaron a decirme que si parecía socialista, que si se la había hurtado a Alfonso Guerra, que si con ella parecía un poeta del Montparnasse parisino venido a menos. El caso es que cansado de vestir una prenda tan estigmatizante, la oculté en el fondo del armario. Allí, detrás de las corbatas de papá.
También me gustaba salir con mi cuadrilla de blusas en fiestas de Vitoria, y cantar canciones picantes tanto en esos almuerzos festivos como disfrutando de las meriendas y la jarana en la plaza de toros. Hasta que me explicaron que aquellas jotas picantes eran ejemplo de micromachismos y el disfrute de las magras con tomate en el tendido me convertía en cómplice de asesinato. Así que aquellos rituales festivos, junto con unos viejos videos de Mariví Romero y Manolo Molés, también los arrinconé, justo al lado de la vieja americana.
Acostumbraba a ceder el asiento en el autobús a las señoras, señoritas, embarazadas y ancianitas venerables (también a los señores mayores, aunque no estuvieran embarazados). Oye, que pensaba yo que era educación. Y mira tú por dónde me enteré de que no, de que eso era muy malo. De que, a pesar de que toda mi vida me he levantado temprano para pasar la mopa y el plumero, preparar la comida, cambiar y bañar a mis hijos en paridad con mi mujer, mi pecado era imperdonable. Que yo era un ‘señoro’ y un ‘viejuno’. Entonces también guardé chistes, piropos, y caballerosidad, en el armario, precisamente debajo de los videos taurinos y de un DVD con jotas navarras que hablan de eso que mozos y mozas hacían entre los chopos de la ribera.
Siempre me han llamado Jesús, al menos desde que mis padres me trajeron al mundo (bueno, realmente fue mi madre, porque en aquellos tiempos eran las madres las que parían). Como mucho he sido Jesusín, Chucho, Chuchín o Chus… Pero en cierta época se produjo un curioso fenómeno por el cual mis parientes y amigos fueron pasando de ser Juan, Eugenia, Pedro o Mª Resurrección a llamarse Jon, Eukene, Kepa o Sorkunde, así que para no dar la nota, y no ser señalado como un mal patriota, adopté el políticamente correcto Josu. Y, claro, ello me obligó a guardar en el armario el ‘Jes’, esta vez fue en uno de los cajones, al lado de mi dignidad, aquella que guardé hace años cuando ETA asesinaba y yo callaba para no significarme.
También puse a buen recaudo palabras como ‘negro’. Y a pesar de que mis muchos amigos de piel oscura jamás me recriminaron nada, por miedo a los blancos que sí lo hacían opté por recogerlo y utilizar ‘subsahariano’. Éste vocablo lo dejé justo al lado de ‘moro’, ‘gitano’, ‘judío’, ‘puta’, ‘usted’, ‘Dios’, ‘España’ y ‘esfuerzo’. Eran todos términos en desuso que podrían comprometerme y acarrearme alguna reprimenda vergonzante, mejor no utilizarlos.
Tenía en mi biblioteca un libro de ramón Tamames, ‘Estructura económica de España’ de 1978, con el que me paseaba aqueños años de juventud porque te aportaba un aire de intelectual de izquierdas que facilitaba la conversación con las compañeras de clase, ya saben, eso que Michèle Petit denomina «prótesis de identidad». Bien, esto ha sido lo último que he guardado, hace tan solamente unos días. Me costó cerrar el armario, está tan lleno que tuve que empujar fuerte con mi cuerpo para hacerlo.
Dicen algunos que son buenos tiempos para salir del armario. ¡Joder! ¡Lo difícil va a ser conseguir entrar!
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