Artículo publicado en El Correo (09/04/2023)
Nos encontramos en Semana Santa, tiempo de reflexión y sacrificio. De ahí que me venga a la mente la pregunta que la profesora Susan Litwin –autora de ‘Postponed Generation’– realizó a 1.125 jóvenes estadounidenses: «Si tuvieses que elegir entre tu bienestar o el de tu familia, ¿cuál vendría primero?». La respuesta fue lapidaria: el 80% se eligieron antes a ellos mismos.
Seguramente no le extrañará el resultado porque piensa que las generaciones actuales son muy egoístas y con poca predisposición a sacrificarse por los demás. Sin embargo, lo que no le he contado aún es que ese estudio se hizo en 1986. Por entonces, probablemente usted también pertenecía a ese grupo. Es decir, la falta de sacrificio por terceros no es patrimonio de los jóvenes actuales, sino intrínseca al hecho de ser joven.
Cuando hablo de sacrificio me estoy refiriendo al que realizamos por los demás; es decir, a ceder un interés o beneficio a favor de una persona o un grupo de personas (no al sacrificio por el bien de uno mismo). Todos hemos hecho actos de amor hacia el prójimo alguna vez. Pero para hacerlo con cierta frecuencia hay al menos dos problemas claros. Por un lado, que vivimos en una sociedad cada vez más etiquetada. Toleramos más que nunca los derechos a la diversidad, pero al mismo tiempo marcamos (etiquetamos) más que nunca a cada ‘tribu’: los ultraconservadores, los perroflautas, los LGTB, las feminazis… Y ese exceso de etiqueta nos dificulta hacer actos de amor –sacrificios– por aquellos que no pertenecen a mi grupo. Olvidamos que es mucho más lo que nos une como seres humanos –todos reímos, lloramos y padecemos– que lo que nos separa.
¿Le suena esta afirmación tras hablar un rato con alguien de otra tribu?: «Pues fíjate, a pesar de la pinta que lleva, de verdad que es encantador». Cuánto estereotipo sesgado marca nuestro aspecto externo y qué poco tiempo nos tomamos para descubrir a la persona que hay detrás de esas prendas o de esa forma de peinarse.
Por otro lado, no cabe la menor duda de que nuestra sociedad ha desarrollado unas cotas de bienestar sin precedentes, donde casi sin esfuerzo podemos vivir amparados en nuestros padres, familiares o por el conjunto de la sociedad. El efecto perverso de este Estado de bienestar capitalista hace que para seguir manteniendo este nivel debamos, por un lado, seguir consumiendo y, por otro, trabajando sin parar para mantener ese estatus. Es decir, una vida muy basada en la motivación extrínseca.
Lo estético y superficial ha ganado la partida al pensamiento reflexivo y profundo. No hay tiempo para ello, es un lujo. Tampoco para educar y poner límites a los jóvenes, «que les eduque el cole, que para eso está». Nosotros no estamos para sufrir, sino para descansar cuando no estamos produciendo, así que qué mejor manera de desconectar que abriendo sin límite las puertas a las redes sociales, los gadgets y la sociedad de consumo. Ayudarles a que creen pensamiento propio resulta un esfuerzo duro.
En cualquier caso, es muy peligroso generalizar. Hoy más que nunca, millones de personas trabajan por ayudar a otros. Nunca existieron más organizaciones sin ánimo de lucro, ONG o jóvenes asistiendo a ancianos y enfermos. De hecho, se da la paradoja de que muchos de estos perfiles profesionales –los que desarrollan un exceso de sacrificio hacia los demás– en ocasiones terminan olvidándose de cuidarse a sí mismos, desarrollando cuadros de ansiedad. Estamos ante el extremo contrario. Y tampoco es bueno. Para cuidar a los demás, primero uno debe empezar por cuidarse a sí mismo. No es un acto de egoísmo, es una necesidad.
Lo cierto es que, como siempre, en el medio está la virtud. No es incompatible buscar un beneficio y desarrollo personal estimulando al mismo tiempo el cuidado del prójimo. ¿Cómo? Dedicando de vez en cuando un tiempo a la reflexión introspectiva –un paseo individual, por ejemplo– para recalibrar ambos platos de la balanza.
Cuando uno trasciende, al tiempo que trata de ser su mejor versión, inspira al resto. Supera la visión que los demás tienen en sus vidas diarias. «¿Por qué hará esto si no le van a pagar más o nadie se lo va a reconocer?». Descubrir el verdadero motivo nos intriga, pero al mismo tiempo nos inspira. ¿Acaso no sorprende el jefe cuyo motor es hacer crecer como personas a su equipo, entendiendo el resultado económico solo como una consecuencia? ¿O la amiga que, a pesar de estar muy ocupada, siempre tiene tiempo para escucharte pacientemente? ¿No le intrigó esa ejecutiva que se paró para preguntarle honestamente al indigente sobre su vida?
No puedo mostrar pruebas concluyentes, pero lo mido en sonrisas. Y todo parece apuntar a que las personas con una mayor orientación a hacer crecer al prójimo desarrollan una vida más plena. Que tengan una buena Semana Santa.
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