Artículo publicado en El Correo (29/05/2023)
Recordemos el principio universal de que las deudas se generan cada vez que los gastos exceden a los ingresos, para enjugar un déficit monetario. Pero a diferencia de las nuestras propias, es como si la deuda del Estado no fuera de nadie o fuera de otros, ajena a nuestra incumbencia.
La satisfacción alcanzada con el disfrute del gasto volcado en la ciudadanía –sobre todo en materia de subvenciones– no queda compensada con la prudencia en indagar su tamaño ni su sostenibilidad. En el tomar no hay engaño –se piensa– y doctores tiene el Gobierno de la nación para juzgar si están yendo más allá de sus competencias y posibilidades.
La deuda pública española no ha hecho sino aumentar vertiginosamente en lo que va de siglo, desde el 36% del PIB en 2007, hasta alcanzar los 1,54 billones de euros, un 113,2% del PIB, a finales del ejercicio pasado. Este porcentaje, dada su magnitud, es fuente de intranquilidad. Pero, a su vez, el endeudamiento es necesario para cubrir los déficits presupuestarios.
Si el PIB español creciese a tasas significativas, el margen de maniobra para el déficit sería mayor. Pero no es el caso. Entre todos los países de la Unión Europea el nuestro cierra la clasificación del crecimiento con un famélico 0,7% entre 2019 y 2024, en una lista encabezada por Irlanda con el 38,5%. En consecuencia hay que empuñar obligatoriamente la palanca de freno de nuestro gasto público.
Objetivamente cabe preguntarse sobre la gravedad presente de la deuda. Hay que admitir que la amenaza deriva mucho más de su tendencia que de su fotografía puntual. La relajación monetaria adoptada por el Banco Central Europeo durante los últimos años ha permitido establecer una estructura eficiente en los precios y en los vencimientos de nuestro stock de deuda: un 1,71% de coste medio y una duración media de 7,9 años. Una situación confortable. Nuestros acreedores no nos lanzan diariamente un ultimátum para que les paguemos lo que les debemos. Disponemos de un cómodo calendario de pagos. Y el coste de las deudas es llevadero.
El peligro reside en otros aspectos. El servicio de la deuda resta financiación para otras prestaciones esenciales, sean de índole social o de inversión. España pagará 31.275 millones de euros de intereses en 2023, un 2,15% del PIB, el doble del importe destinado a Investigación y Desarrollo, con 16.328 millones de euros, y equivalente al 36% del presupuesto de Sanidad. Las dotaciones a intereses, que aumentarán cada ejercicio, representan de hecho un despilfarro en términos de oportunidad.
Además, el tipo de interés de cada nueva emisión vendrá fijado por la credibilidad que la comunidad internacional nos otorgue para el repago de las mismas, que a su vez viene influenciada por el volumen acumulado total. Los inversores institucionales seleccionarán los países de mayor solvencia, exigiendo tipos más altos a los países más endeudados. Llegado el caso, como sucedió en el verano de 2012, el mercado puede cerrar el acceso a la financiación de un Estado, una situación límite con rango de quiebra financiera. Fue el caso de Irlanda, Portugal, Grecia y España.
Adicionalmente, y como es lógico, la pertenencia a un club financiero como es la Unión Monetaria exige de España que cumpla con los estatutos de dicha institución, uno de cuyos preceptos es la disciplina presupuestaria, reconduciendo el déficit entre ingresos y gastos a un máximo del 3% sobre el PIB.
La Comisión Europea presentó el miércoles pasado su paquete de primavera. Las reglas fiscales vuelven a activarse en 2024. Un documento en el que insta a España a realizar un ajuste estructural de, al menos, el 0,7% del PIB en 2024, lo que se traduce en algo más de 9.700 millones de euros. Ya en 2023 debería suprimirse el gasto que todavía permanece para compensar los estragos del covid, y que supone un 0,5% del PIB, unos 6.000 millones de euros, según cálculos de la Comisión.
La continencia presupuestaria no ha sido precisamente la mayor virtud del Ejecutivo de Pedro Sánchez. Algunas paladas de cal han sido de aplaudir, pero otras muchas de arena, populistas y electoralistas tienen difícil justificación. La relajación fiscal toca a su fin. Pero, con elecciones generales a finales de este año, ¿tocará verdaderamente a su fin?
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