Artículo publicado en Deia (11/06/2023)
Paul Schrader es un director de cine que está en plena ronda concediendo entrevistas para promocionar su nueva película. Como no la he visto no sé si es buena o mala, pero sí que se titula El maestro jardinero. Me ha llamado la atención que dos periodistas diferentes en dos medios diferentes titulan su entrevista de forma casi idéntica: “El problema del cine hoy es el público” y “El problema del cine actual es el público”.
El cuerpo de cada entrevista es distinto, pero en ese punto coinciden, de modo que entiendo que era una idea que el director quería destacar. “El problema del cine actual no son los cineastas, sino el público. Cuando el público se tome las películas en serio, entonces saldrán películas serias. Ahora mismo el público no piensa que las películas sean importantes. Y así es difícil hacer nada importante”, dice en un medio.
En el otro, insiste: “Hoy se hacen buenas películas y sigue habiendo críticos brillantes. Lo veo cada vez que hago una película y me encuentro con críticos que están felices de conversar conmigo. El problema actual está en el público. Cuando el público pierde el deseo de ver películas importantes,
hacer películas importantes se convierte en una tarea muy difícil.”
Como se ve el público no está a su altura. Si su nueva película no tuviera éxito ya sabemos que la culpa corresponde al público incapaz de apreciar lo bueno. Tal vez abroncar al público le funcione como recurso promocional. Su público potencial puede sentirse como esa minoría elegida capaz de apreciar el cine verdadero frente a los consumidores de palomitas y bazofia. Si tu objetivo es una cuota reducida
de mercado quizá ese elitismo sirva. Pero en política un partido que aspira a gobernar no puede jugar con esas claves.
Víctor Lapuente, profesor en Gotemburgo y uno de los responsables del índice de calidad democrática que más de una vez hemos citado aquí, titula su última columna en El País “El resentimiento no seduce”.
Lapuente reflexiona que las buenas cifras económicas del gobierno español (“empleo récord, mayor crecimiento y menor inflación que la media europea”) no parecen haber tendido efecto alguno en las
recientes elecciones “porque la gente no vota sólo en función de lo buenas que han sido las políticas del Gobierno de turno, en términos absolutos o comparados con otros, sino de cuál es su percepción de la situación del país. Los ejecutivos socialdemócratas suecos y finlandeses, o el de Draghi en Italia, no tenían unas hojas de servicios malas ni han sido sustituidos por unas derechas mejor preparadas que la de Feijóo. ¿Qué debe hacer el PSOE para remontar? No debería hacer una campaña negativa contra la derecha extrema y la extrema derecha. Los mensajes amargos desagradan.”
Me pregunto si esta reflexión sirve para nuestro país. Los números de este Gobierno son buenos. Hemos salvados varias crisis sin precedentes en cadena protegiendo servicios y prestaciones, con cuentas que cuadran y con cifras récord de empleo.
Sin embargo, en ciertos sectores se ha instalado un discurso pesimista y descorazonador que, por lo que se ve, resulta efectivo. No se trata tanto de creer sinceramente que la alternativa sea mejor, sino de reaccionar nostálgicamente ante la incertidumbre de un futuro impredecible que queremos rechazar. Los datos objetivos no impactan con la fuerza de las emociones en las redes, en los medios o en la calle. Sectores especialmente protegidos y con enorme seguridad laboral ponen en riesgo conquistas históricas o momentos clave (el Tour). Los populismos extremistas conectan bien con esas tendencias de fondo de nuestras sociedades.
En política la regañina al electorado estilo Schrader resulta contraproducente. Pero la visión de que al gobierno todo le toca y al ciudadano –inocente, víctima y menor de edad– nada, tampoco nos sirve si de proteger una democracia madura se trata.
Seguro que entre Schrader y los populismos facilones, sean de izquierda o de derecha, cabe otro camino más exigente pero más interesante.
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